domingo, 30 de diciembre de 2007

La fórmula

¿Se puede resumir en una sola fórmula el problema más importante de la España actual? Voy a aventurarme: guerra de religión.

Tal vez la Iglesia católica se opuso durante demasiados siglos al progreso, y en 1978 era ya demasiado tarde. La religión adversaria renació de sus cenizas después de la Dictadura (bastaba con echar leña al fuego), y España es ahora, sociológicamente hablando, un país medieval desgarrado en dos facciones (de una misma ceguera nacional):

La Derecha

La Derecha española está acaparada por la religión católica, con la adición comensalista de la religión liberal. Quiero decir, que los liberales se agarran a las faldas de los católicos, no sé si por insuficiencia de medios, por acomplejamiento, por estrategia, o por mera conveniencia. La Derecha española es humanista, pero no cientifista: nunca lo ha sido. Saben polemizar (aunque no debatir), son doctrinarios y, naturalmente, se afilian a un pasado anterior a la cientifista revolución industrial. Están polarizados en dos ámbitos distintos de la vida social: los medios de comunicación, donde son valientes y argumentadores (aunque no explicativos); y los puestos políticos o de poder, donde se esfuerzan por aparecer como meros burócratas sin ideología.

Todos hablan, pero ninguno sabe realmente lo que piensa un ciudadano corriente. En su mayoría, por haberse criado en medios completamente desconectados de la religión izquierdista, no tienen ni idea de cómo es. A falta de otros esquemas (al menos, para compararlos con el suyo), son incapaces de concebir que los fieles de la secta adversaria no son como ellos: decimonónicamente honestos, y un poco solemnes.

La Izquierda

En España, la religión izquierdista es heredera directa de las religiones medievales: es una religión tejida en torno al odio. Es mucho más compleja que la Derecha, porque ese odio responde a una amalgama de consignas de distinto origen: las de los xenófobos, configurados por regiones, y las de los izquierdistas propiamente dichos, que son a su vez una amalgama de stalinistas, soi-disant ecologistas, revanchistas, rebeldes sin causa y, quizá en su mayoría, arribistas sin escrúpulos.

La Izquierda española es una secta cuyas contraseñas son los Enemigos: los EEUU, Israel, el Franquismo, la Derecha, y la Iglesia católica. Como las hormigas cuando entrecruzan antenas para averiguar si comparten hormiguero, buscan rápidamente en su interlocutor señales de aversión al Enemigo. Si las antenas no detectan un número de señales suficiente, malo. Hay incluso especímenes más autistas, que dan por supuesto que sus Enemigos personales son los Enemigos Universales, sin preocuparse siquiera por saber si su interlocutor ha comido siquiera alguna vez en su mismo hormiguero.

En esta fábula de insectos, no hay cosa peor que ser hormiga sin hormiguero. Todos tus interlocutores, hormigas medievales en fin de cuentas, te adscribirán invariablemente al bando enemigo.

La Izquierda española es una secta en cuya estructura de poder los arribistas se turnan con los sacerdotes. Tampoco la izquierda conoce a sus adversarios, pero sabe vapulearlos. Después de tantos siglos, están casi genéticamente adaptados al cultivo del Mal.


***
La religión derechista es mayoritariamente monoteísta, aunque devota de grandes santos seculares, algunos de reciente adquisición. Uno de esos santos es la Constitución de 1978. La Constitución de 1978, blanda y un poco idealista, era el significante de un pacto tácito. Los nacionalistas dieron su palabra de que se portarían como caballeros, y todos quisieron creerles. La Constitución, sin embargo, no se dotó de los mecanismos suficientes para asegurar ese pacto entre 'caballeros'. La Derecha y la Izquierda fueron en aquel momento muy idealistas pero, en cuanto tuvieron que gobernar, su deseo de poder fue más fuerte que sus ideas.

Todo esto es muy humano, y ni siquiera creo que haya mucho que reprochar a los redactores de la Constitución. Casi todos por aquel entonces estábamos asustados e ilusionados a partes iguales, y creo que la Constitución del 78 refleja muy aproximadamente esa instantánea de la historia. Inevitablemente, somos hijos de nuestro tiempo.

Claro que, precisamente por eso, las sociedades harían bien en aceptar un desafío muy conveniente para su supervivencia. Una sociedad que fomenta el desarrollo intelectual y humano de sus sujetos es el caldo de cultivo perfecto para la aparición de Newtons a hombros de gigantes. Quiero decir, de visionarios capaces de adelantarse a su tiempo, con una visión clara de la Historia y del ser humano, y en una estructura de poder que les permita prevalecer sobre los mediocres o los populistas. Ya sé que es mucho pedir. En la historia de la Humanidad, ese tipo de visionarios han sido muy contados. Pero precisamente por eso lo he llamado 'un desafío'.

He dicho antes que la Iglesia católica se opuso durante siglos al progreso. Y es cierto. Pero la Izquierda y, más en general, el conjunto de la sociedad española, también. Me refiero al progreso tal y como se entendía cuando no estaba contaminado por el catecismo izquierdista. El progreso en el sentido, digamos, protestante. En otras palabras, el respeto al esfuerzo personal, como fuente de dignidad, y al deseo de conocimiento, como fuente de enriquecimiento personal.

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jueves, 27 de diciembre de 2007

Caricaturas


Esta caricatura fue encontrada entre las ruinas de Pompeya. Representa a un político romano de la época. Nada más verla, nuestra memoria nos conecta automáticamente con el catálogo de imágenes que todos [los videntes] guardamos en nuestro recuerdo.
Pero esa conexión es, generalmente, vaga. A mí esta caricatura me recuerda a algún Papa, pero no sabría decir cuál. Si hago un pequeño esfuerzo, puedo recobrar de mi pasado otras memorias de cabezas parecidas, más o menos antiguas, pero deshilvanadas. Nuestra memoria visual no rebusca a través del tiempo, sino a partir de una colección de rasgos: es espacial, no temporal.
Muchas veces he tratado de desentrañar el secreto de las caricaturas. ¿Cómo es posible que una cara groseramente desproporcionada nos recuerde tan vívidamente un rostro real? ¿En qué piensa un caricaturista cuando empuña un lapicero y se enfrenta a una figura humana? ¿Cómo es posible encajar una nariz de boniato entre dos pómulos desmesuradamente altos sin perder la semejanza con el original, y cómo es posible que al hundir la barbilla para exagerar la curva del mentón no nos tropecemos con el cuello? A primera vista, podría parecernos una tarea sobrehumana analizar una caricatura en términos geométricos.
Y, sin embargo, eso es lo que hizo Susan Brennan en 1982. ¿Cómo? Veamos. Dibuja una cara normal (el promedio de todas las que puedas reunir), superpón a ella la cara que quieres caricaturizar, y mide en cuánto se desvían sus facciones de los rasgos 'normales'. Seguidamente, exagera esa desviación y empieza a dibujar de nuevo. El resultado será... una caricatura.
Entonces, ¿podemos deformar nuestro rostro de muchas maneras distintas sin que deje de ser 'nuestro' rostro? ¿Hacia dónde y hasta dónde podemos estirar nuestras facciones? ¿En qué punto se 'romperá' esa representación todavía nuestra para convertirse en la caricatura de otra persona?
No son preguntas baladíes. Los conceptos visuales son elásticos y, llegado un punto, se rompen. Siempre me ha fascinado ver, en las películas de dibujos animados, cómo un gato se convertía en un avión de hélice, un zorro quedaba aplanado por un yunque, o un feroz bulldog recorría una cañería de extremo a extremo como si estuviera hecho de chicle.
No todos los conceptos son igualmente elásticos. Un sonido admite infinitos timbres pero, apenas variamos su frecuencia, pierde su identidad. Un cuarto de tono es suficiente para darle a una nota color de blues o tristeza de soleares. El tictac acompasado de un reloj puede adormecernos, pero el goteo imprevisible de un grifo es capaz de disparar nuestra adrenalina hasta el punto de sacarnos de la cama en mitad de la noche.
Pero también es cierto que donde caben dos, caben tres. Bajo una lupa, una simple hoja de acacia se convierte en un paisaje, y movimientos tan triviales como ponerse de puntillas caben en un solo concepto... hasta que recibimos nuestras primeras clases de danza. ¿Dónde estaban antes todas esas sutilezas que ahora descubrimos? No importa. Nuestra conciencia puede analizar esos movimientos musculares que hasta hoy sólo conocíamos remotamente, o puede incorporar en su mapa mental las nervaduras más finas de una hoja, la ubicación de Uzbekistán o los cráteres de la Luna. Lo importante es que todos esos conceptos nuevos caben en el paisaje.
Conceptos inamovibles, y conceptos elásticos. ¿Podemos construir una teoría sobre el funcionamiento de nuestra mente a partir de estas dos ideas? Los mandarines de la lingüística, anclados todavía en una visión inmutable -es decir, medieval- de los conceptos, no parecen entenderlo así. Y yo no parezco ser capaz de convencerlos de lo contrario. De momento, la partida la ganan ellos.
Pero, para mí, está simplemente en tablas. Todavía.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Gould

Siempre me ha horrorizado la ópera. En mis oídos, la letra de los libretos interfiere groseramente con la música, y la impresión general que me produce la contemplación de una ópera es la de un espectáculo acartonado donde todo es falso.

Durante algún tiempo acogí con entusiasmo aquellos relatos de mayo del 68 en que grupos de estudiantes abucheaban ferozmente a los burgueses a la entrada de la Ópera. Y quizá, cediendo a la tentación simplificadora de la primera juventud, aquellos relatos me sirvieron también para construir mi propia mitología de izquierdas (porque el izquierdismo, en realidad, no es una ideología, sino una mitología). Con los años, sin embargo, aquellos estudiantes vociferantes terminaron ganándose bien la vida y acudiendo a aquella misma Ópera, elegantemente vestidos, a perpetuar las tradiciones de sus mayores. Nada nuevo bajo el sol.

Pese a todo, he intentado una y otra vez acercarme a su música. Y, una y otra vez, me he estrellado contra esa desagradable sensación de estar escuchando, o contemplando, un buñuelo de viento dramático, tan impostado como un culebrón. Una tarde, mi ex-amigo Vicente me dio a escuchar una grabación de cierta aria operística interpretada por una joven cantante. La música me seguía produciendo esa sensación incómoda de prenda de vestir que no le cae a uno bien, pero la voz de la cantante me emocionó. Y se lo dije. Para mi sorpresa, él me contestó "A mí lo que me interesa no son los intérpretes: es la música".

Le di muchas vueltas a aquella respuesta, porque Vicente era una persona cuya sensibilidad musical siempre admiré. Pero, a fuer de sincero conmigo mismo, la conclusión a la que llegaba era siempre la misma: a mí me interesan tanto los intérpretes como la música. Es más: para mí son inseparables. He escuchado versiones abominables de los Conciertos de Brandemburgo, y versiones sublimes de Shostakóvich (por ejemplo, la que estoy escuchando mientras escribo esto), y mi cantata de Bach favorita, Ich habe genug, nunca me ha vuelto a emocionar tanto como cuando escuchaba aquel disco de vinilo que hace años, en una de mis múltiples mudanzas, perdí para siempre.

Por eso me fascinan las grabaciones de Glenn Gould. Especialmente, las filmadas. Yo entiendo la música de Bach como la maquinaria de un reloj perfecto, tanto en su cadencia como en el juego de sus engranajes, y Gould la interpreta de una manera que se me antoja vagamente sufí, inaprehensible, nunca del todo romántica ni mística. Sin embargo, verlo inclinado sobre el piano vestido con una gabardina, en aquella silla dos palmos demasiado baja y levantando a ratos su mano izquierda para dirigir una orquesta inexistente es, lo confieso, un espectáculo apasionante.

Porque él disfruta con lo que hace, y sólo eso es ya, para mí, estimulante. En Barcelona abucheé una vez a Christian Zacarias, a quien sólo Friedrich Gulda supera como intérprete de Mozart, por tocar un concierto para piano con técnica perfecta y sensibilidad cero. Su mente aquella noche, sin duda, estaba en otro lugar. Él ya sabía que el público español come gato por liebre cuando se lo sirven sin huesos, y las tournées de un pianista son inacabablemente largas. ¿Para qué esforzarse más de la cuenta en las plazas de segunda?

Cuentan que, de niño, Glenn Gould hacía sonar las teclas del piano de una en una y dejaba las notas reverberar largo rato hasta que se extinguían. Años después, quizá en consonancia con ese mismo sentido del tiempo, Gould dijo de Mozart que aquel compositor no había fallecido demasiado pronto, sino... demasiado tarde. A diferencia de los otros grandes virtuosos, Gould no necesitaba practicar muchas horas diarias. Por lo visto, practicaba mentalmente, y con eso casi le bastaba. Detestaba los aplausos, y no siempre era fácil interpretar algo a medias con él. Además, para desesperación de los ingenieros de sonido, tenía la costumbre de tararear en voz baja las melodías mientras las interpretaba.

Aquel hombre estaba un poco loco, pero... qué necesarias son en el mundo muchas locuras como la suya: inofensivas, apasionadas, excéntricas, irreductibles. Cierto día, en un banco de una calle de California, un policía arrestó a Glenn Gould confundiéndolo con un vagabundo. Años después, la música de aquel 'vagabundo' navega todavía por el espacio estelar enlatada en un disco que la NASA embarcó, tiempo atrás, en la nave espacial Voyager. Probablemente, por los siglos de los siglos.

Así sea.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Las nuevas siete maravillas del mundo

Hace pocos meses, en Lisboa, en un acto específicamente organizado para tal fin, se declararon oficialmente las "Nuevas siete maravillas del mundo". Tras una encuesta, todavía abierta, en la que han participado más de 100 millones de personas, los ganadores han sido los siguientes:

· Las pirámides de Chichén Itzá, en la península de Yucatán. El centro político y económico de la antigua civilización maya, en cuyos altares, según las crónicas, se cometían atroces sacrificios humanos.

· El Cristo Redentor que corona el Monte Corcovado, en Rio de Janeiro. Pocos habitantes del planeta no habrán visto alguna vez su imagen, con los brazos extendidos, filmada a vuelo de pájaro desde un helicóptero.

· El Coliseo de Roma. Ante sus puertas, miles de espectadores se agolpaban para ver un espectáculo de gladiadores despedazados por leones. Veinte siglos de Historia lo han convertido en un decorado ideal para filmar películas románticas.

· El Taj Mahal, edificado por un shah en memoria de su difunta esposa. El shah, encarcelado años después, se consolaba (o se entristecía) atisbando el imponente mausoleo a través del ventanuco de su celda.

· La Gran Muralla China. Una psicosis de 6.700 kilómetros, para hacer frente a la amenaza del imperio mongol.

· La ciudad de Petra. En el corazón mismo del Oriente medio, entrecruzada por una red de canales y cisternas en la frontera misma del desierto.

· El Machu Picchu, colgado de las nubes más que de las faldas de los Andes. Símbolo también de una civilización desaparecida, y olvidada después durante trescientos años.


Con un buen grado de aproximación, pues, dado el tamaño de la encuesta, podemos deducir que esas siete maravillas democráticas representan de alguna forma los grandes valores espirituales de nuestro planeta, hoy. Pero ¿por qué valoran tanto esas piedras tantos millones de personas?

La encuesta no lo dice: habría que preguntárselo a los encuestados (y confiar en que ellos sabrían explicárnoslo). Pero a mí se me ocurren algunas conclusiones. Tres de las siete maravillas son ciudades. Chichén Itzá y Machu Picchu eran capitales de un imperio y, por lo tanto, símbolos de poder geográfico. Petra, en cambio, no fue más que una encrucijada de caminos: un gigantesco zoco, una ciudad-hipermercado.

Otras tres maravillas fueron también producto de respectivos imperios, pero por distintas razones. El Coliseo era el antecesor de los Mundiales de football, el Disneylandia de los romanos. El Taj Mahal, únicamente un mausoleo: la memoria y el amor de un simple ser humano, engrandecidos por la circunstancia de que ese ser humano era un emperador. Y la Muralla de China, tal vez un monumento a la paranoia, a la que los seres humanos tantas veces hemos sido arrastrados colectivamente.

Por último, el Cristo de Rio, con su cinematográfico predicamento, es un símbolo de fe. Y de poder, naturalmente. A mí me habría gustado que entre esas siete maravillas votadas hubiera alguna que rindiera culto a la razón humana, como la Torre Eiffel, la Universidad de Cambridge, la teoría de la relatividad o la fábrica en cuyo interior se ensambló la primera lavadora.

En resumen: dominación, riqueza, y fe en lo sobrenatural. Nada nuevo bajo el sol, pues. Parece que, pese a las acusaciones de materialismo que la denostan, la sociedad moderna sigue dejándose fascinar más por los delirios de poder, la sinrazón de las masas y los afanes de grandeza que por los ídeales científicos o los sentimientos humanos.

(Las siete maravillas del mundo de la Antigüedad, en http://rickymango.podomatic.com/)

miércoles, 12 de diciembre de 2007

El thriller

No soy un experto en thrillers, pero me apasiona el género. No entiendo por qué tiene que estar considerado como un género de segunda. La historia oficial de la literatura la deciden unos cuantos mandarines de la cultura, de esos que recortaron Madame Bovary para hacerla más "entretenida", que rechazaron el manuscrito de Cien años de soledad o que indujeron a John Kennedy Toole a suicidarse con un original de A Confederacy of Dunces pudriéndose en un cajón. Como bien dijo de Kafka la flirto-filósofa Hannah Arendt: "Mientras vivió, no consiguió tener un nivel de vida decente, pero ahora mantendrá a generaciones de intelectuales bien colocados y bien alimentados".

Digan lo que digan los mandarines, ciertas piezas del género negro me han apasionado tanto o más que muchos clásicos 'oficiales'. Las novelas de Raymond Chandler sobrevivirán a las de Jean-Paul Sartre, y en The Postman Always Rings Twice James M. Cain nos habla del destino con no menos fuerza que el Rasumov de Joseph Conrad en Under Western Eyes.

He llegado a la conclusión de que Raymond Chandler es intraducible. Muy a mi pesar. Mi primera novela fue un intento -fallido- de reproducir ese estilo de boxeador sintáctico que, probablemente, sólo es posible conseguir escribiendo en inglés. El idioma español es demasiado costumbrista, demasiado cómplice. Nunca ha sido una herramienta muy utilizada para ir al grano.

Con honrosas excepciones. Pero el Lazarillo de Tormes era demasiado autobiográfico, y La Celestina, excesivamente apasionado. Quevedo era sinóptico, pero retorcido. A Gracián le faltaba color e imaginación. Juan de la Cruz superaba a Chandler, por supuesto, en capacidad expresiva, pero en el ambiente espeso de una taberna no habría sido capaz de ver más que blancos corderitos. Juan Carlos Onetti se entretenía demasiado en las descripciones. Alfanhuí era una obra genial, pero alucinada. Y Emilia Pardo Bazán no sabía hacer caricaturas. Quizá el autor en español que más se aproxima a Chandler es Leopoldo Alas, con esa maravillosa Regenta en la que ninguno de los personajes sale bien parado.

Muchos años después de aquella novela mía fallida escribí Huracán, una de mis novelitas bonsai, aunque más como divertimento que con pretensiones literarias. O quizá era simplemente una evocación de Raymond Chandler, hacia quien, no sé exactamente por qué, tuve un momento de ternura aquel día soleado de julio en que una amiga me llevó a comer a un restaurante de Long Beach. Tal vez fue solamente por eso, por rememorar a Philip Marlowe, por lo que yo había decidido emprender aquel épico viaje desde Las Vegas hasta California, atravesando un desierto amarillo cadmio salpicado de Joshua trees.

Mientras, arrellanado en mi asiento de copiloto, esuchaba una y otra vez la música perfecta para acompañar aquella travesía: Buena Vista Social Club.

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jueves, 6 de diciembre de 2007

Almería

Sin que uno haga méritos, una mujer no se deja explorar así como así, sólo por el placer de descubrirla. Pero Almería, conmigo, se dejó. Después, vinieron otros que la violaron, y ahora Almería, como una anciana ricachona pero de carnes ajadas, ha perdido la lozanía que yo tuve ocasión de amar.

Fui afortunado. Había leído 'Campos de Níjar', de Juan Goytisolo, y los nombres de pueblos, ríos y cumbres que iba descubriendo en el mapa componían en mi fantasía un paisaje árido, ocre y entrañable que no me defraudó. Al concluir el viaje escribí esta pequeña poesía-resumen:

ALMERIA RADIOSCOPICA

Playa Negra.
Agua Amarga.
Balanegra.
Los Yesos.

Aguadulce.
Campohermoso.
Puebloblanco.
Tetica.

Fuente Amarga.
Guardias Viejas.
Piescolgados.
La Huelga.

Puertecico.
Abejuela.
Palomares.
Tabernas.

El Pocico.
El Estrecho.
Casa Mula.
Higueral.

El Cantal.
Los Lobos.
Los Alamos.
El Plomo.

Releyendo ahora los apuntes de aquel viaje, me encuentro con los siguientes bocetos de pueblos imaginarios:

- Un pueblo habitado solamente por guardias civiles, en cuyo centro se alza un edificio: el cuartel de los paisanos, que se encargan de mantener el orden.

- Un pueblo donde viven los perros más gordos del mundo.

- Un pueblo totalmente circundado de nopales, del que nunca nadie ha salido, y al que se ignora cómo se podría entrar (hubo varios intentos a lo largo de la Historia).

- Un pueblo donde todo es de oro, pero donde lo que vale es el agua. En las minas de agua, sus depauperados habitantes desarrollan técnicas ingeniosas para exprimir la tierra, siempre húmeda, de una ladera vecina.

- Un pueblo en el que no se observa nada anormal, excepto que todo el mundo come muchos tomates. Pero, cuando llegan las fiestas, sin saber de dónde, aparecen docenas de enanos y enanas que, junto con los niños del lugar, se visten de hada y ofrendan alfombras de tunas (higos chumbos) a la Virgen Descalza.

- Un pueblo de personas-camaleón, que se asimilan al aspecto del paraje. En primavera, la tierra es verde turquesa, y el mar, casi blanco. Sólo una gallina no cambia de color.

* * *

Todos esos pueblos eran imaginarios, y de ellos sólo dos se hicieron realidad (en mis cuentos). Pero también tomé apuntes de una población real, que por aquel entonces estaba deshabitada: Rodalquilar. En aquellos apuntes la describía como:

"Rodalquilar: un pueblo fantasma de calles inhabitadas con suelo de tierra. Una iglesia abandonada, un cuartel de la guardia civil abandonado. Ni rastro de vida. Al fondo, bajo una formación de montañas, una polvareda encarnada que se eleva hacia el cielo, como un incendio. Se asciende hacia ella por un erial de nopales y arriba, solos, dos hombres en mono azul horadan la meseta roja y rosa con ayuda de una máquina. Aún más arriba, en la falda del monte, unas instalaciones gigantescas, kafkianas, aparentemente en desuso."

He oído decir que Japón es un país cuyos habitantes han sabido conjugar el entusiasmo por las últimas tecnologías con un respeto exquisito a sus paisajes y al legado de sus ancestros. Os confieso que, en ese aspecto, me da envidia aquel país. Porque, si pudiéramos comparar los países con las mujeres, Japón sería una hermosa ingeniera que cultiva su inteligencia tanto como sus encantos. Mientras que España sería, simplemente, una puta barata.

domingo, 2 de diciembre de 2007

El hechizo del jabón de cocina

Puede que fueran imaginaciones suyas. Pero desde el día aquel en que, sonriendo dentífricamente ante las cámaras de una agencia publicitaria, había exclamado "¡Es mágico!" mientras su mano mostraba al público una pastilla cuadrada de jabón de cocina, cada día que pasaba se encontraba más guapa.

En el espejo que reflejaba su cara todas las mañanas, las patas de gallo se iban difuminando, y sus mejillas se hacían tersas y sonrosadas. Pronto no encontró ya canas que teñir. Las tallas de las faldas que se compraba eran cada vez más pequeñas. Por fin, cuando constató que sus pechos ganaban firmeza y –oh, milagro- empezaban a sostenerse otra vez solos bajo la blusa, comprendió que no era un sueño: estaba rejuveneciendo.

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