jueves, 25 de diciembre de 2008

Capitalismo

Aún recuerdo la crisis de los 70. El precio del petróleo subió y subió, y la actividad económica mundial se quedó agarrotada. Hubo despidos masivos, efervescencia sindical y noticias sombrías en los periódicos. Y los Simca 1000 y los Citroën 2CV de la clase media de entonces se quedaron aparcados más tiempo del que sus dueños seguramente habrían deseado.

Yo ni me enteré de aquella crisis, porque de todos modos era pobre de solemnidad. Mis clases particulares me daban para ir a los cines del barrio, no fumaba ni bebía, nunca me gustaron las discotecas, y bajaba a la Facultad andando, a través de la Dehesa de la Villa.

Acabo de leer que, a pesar de las recientes reducciones de la producción decididas por la OPEP, el precio del petróleo ha descendido por debajo de 35 dólares. Es decir, la demanda sigue disminuyendo. En los años 70, el problema era que nadie podía prescindir de un solo litro sin que la economía se gripase. Ahora, por lo visto, el grado de superfluidad a que habíamos llegado permite a muchos millones de usuarios renunciar a millones de galones de gasolina diarios sin que, aparentemente, el mundo tiemble sobre sus cimientos.

Es una crisis muy rara, y nadie sabe muy bien cómo diagnosticarla. No digamos ya tratarla. El enfermo de repente tose, tiene fiebre y se marea para, pocas semanas después, hiperventilar, padecer hipotermia y sufrir una ataque de catatonia. El petróleo sube y sube, pero en seguida baja y baja. La amenaza de hiperinflación alarma a los economistas hoy, pero mañana nos despertaremos oyendo oscuros tambores de deflación. La Bolsa es una montaña rusa, las catedrales de la banca mundial se desintegran como castillos de naipes, y un día descubrimos que en Wall Street avezados expertos financieros se han dejado estafar por un vendedor de tocomochos que vivía en el Upper East Side.

Desde luego, los síntomas son alarmantes. Y lo más grave de todo, a efectos prácticos: imprevisibles. Sin embargo a mí, que he sido un gran hipocondríaco, todos esos síntomas me resultan vagamente familiares. Una pregunta me viene a los labios: ¿hasta qué punto es esta crisis psicosomática?

A primera vista, puede sorprender una sospecha así. Pero reflexionemos. El crecimiento de la 'burbuja' se debió a un acceso de euforia colectiva. El dólar baja y sube a impulsos de la aversión al riesgo. Y la Bolsa está en mínimos porque millones de personas han sacado de ella su dinero y lo han depositado en bonos del Tesoro (o debajo de un colchón): también tienen miedo. Pero la euforia y el miedo son emociones; son ajenas a la razón. ¿Bastaría con que todas esas personas reinyectasen su dinero en el mercado y se lanzasen a la calle a consumir para que la economía se recuperase? Al fin y al cabo, algo parecido es lo que sucedía hasta hace sólo un año, mientras la burbuja crecía y crecía. ¿Por qué no podría volver a suceder?

Hay algo misterioso en todo esto del dinero. Y es que el capitalismo ha evolucionado. El capitalismo es un sistema económico basado, por definición, en la acumulación de capital. Al menos, así fue en sus comienzos. Uno trabaja duramente, ahorra, y utiliza las ganancias acumuladas para generar más riqueza. Hasta aquí, ninguna objeción. Pero ¿qué tiene que ver el crédito en todo esto? El crédito no es dinero, sino expectativa de dinero. Si yo he acumulado un capital y se lo presto a mi cuñado, mi dinero deja de ser contante y sonante para convertirse en una incertidumbre. Algo así como las magnitudes de la física cuántica: dependiendo de que mi cuñado tenga éxito en su empresa o de que haya dilapidado mi fortuna en las islas Caimán, el capital que yo le he prestado existe y, al mismo tiempo, no existe. Sólo una auditoría de las cuentas de mi cuñado permitirá determinar la función de onda de mi dinero.

Tal vez habría que introducir la mecánica cuántica en la economía. Y, para las sintomatologías maníaco-depresivas del 'nuevo' capitalismo, las terapias psicoanalíticas. Porque, desgraciadamente, para este tipo de dolencias originadas al margen de la razón no se han descubierto todavía medicamentos.

martes, 23 de diciembre de 2008

Fiascos

Puede que yo esté equivocado, pero el siglo XXI podría pasar a la Historia como el siglo de los grandes fiascos.

El cambio climático, falsa denominación que en realidad debería enunciarse como 'cambio climático antropogénico' (el clima nunca ha sido estático) podría ser el más estruendoso. Para empezar, no es una realidad comprobada, sino el resultado de ciertas proyecciones. Y estas proyecciones están basadas en un volumen de datos inaceptablemente representativo, y en un ramillete de escenarios no mucho más fundamentados que las profecías de Nostradamus. Es más: el generoso volumen de fondos destinado a estas investigaciones y, cerrando el círculo, el sospechoso empeño de los investigadores por influir en los responsables de políticas y en los medios de comunicación ponen seriamente en duda la objetividad de esas proyecciones. Por no hablar ya de las simpatías allegadas de organizaciones de izquierdas, huérfanas de causas que justifiquen su empeño en llevar sistemáticamente la contraria a quienes les disputan el poder.

¿Cambia el clima? Desde que el mundo es mundo. ¿Lo estamos alterando con nuestra proliferación fabril de especie sin predadores? Existiendo el efecto mariposa, sería absurdo pensar que no. Pero ¿cómo identificar ese cambio? ¿Alguien puede explicarme cómo habría sido el planeta sin nosotros? ¿Cómo nos abasteceremos de energía cuando se acabe el petróleo? ¿Cuántas burbujas económicas volverá a haber? ¿Con qué frecuencia? ¿Cuántos meteoritos gigantes caerán, y cuándo? Etcétera, etcétera. Demasiados etcéteras y demasiadas incógnitas para no recordar desalentadoramente las predicciones de Nostradamus.

Recientemente, Lee Smolin ha observado también síntomas sospechosos, y en ciertos aspectos similares, en el terreno de la física teórica. ¿Es verificable la teoría de cuerdas? Nunca antes tantos cerebros brillantes se habían centrado al mismo tiempo en un problema específico. Treinta años de empeño de los mejores cerebros del planeta son muchos años, y también muchos cerebros. El antecedente histórico más evidente fue la búsqueda de la piedra filosofal. Y todos sabemos cómo terminó. La ciencia nunca dio sus pasos más gloriosos con zapatos de funcionario. Einstein lo fue, pero la teoría de la relatividad nació no de la Oficina de Patentes de Zurich, sino a pesar de ella.

Otro empeño tan ambicioso como la búsqueda del Santo Grial: el esfuerzo de las ciencias cognitivas por reproducir el funcionamiento del cerebro, e incluso -sea lo que sea tal concepto- la conciencia. No me parece mal. Lo que me parece más desencaminado es la vía emprendida para alcanzar ese fin. El psiquiatra Giulio Tononi asegura haber construido una definición de 'complejidad' que permite medir objetivamente "en qué medida el funcionamiento del cerebro está compuesto de funciones". La escuela anglosajona, siempre empeñada en clasificar los conceptos en cajitas... ¿Cómo definir la 'funcionalidad' del cerebro sin caer en interpretaciones? ¿No sería más objetivo hablar simplemente de 'procesos'? Queridos psico-clasificólogos: ya es poco digerible que el hijo de la araña A nazca de repente sabiendo tejer complejas redes simétricas que A era incapaz de tejer. Pero menos digerible todavía es la idea de que, accidentalmente, sus genes han sacado esa 'funcion' de una chistera llena de casualidades.

Un análisis mucho más profundo de los procesos mentales ayudaría quizá a encontrar unas bases más elementales y más objetivas (¿alguien ha dicho 'la geometría'?) con las que explicar, de una misma tacada, la semántica y la sintaxis del lenguaje natural, y la estructura del pensamiento en la mente humana (¿y por qué no, generalizando aún más, en la mente animal?). Y, de paso, quizá incluso la teoría de Darwin. En otras palabras, cómo es posible aprender, dando palos de ciego, a urdir una tela de araña.

Pero, atención: tendremos que explicar también por qué nos cuesta tanto creer que un chimpancé inmortal golpeando un teclado llegue algún día a escribir la ley de arrendamientos urbanos.

Hay algo que conviene no olvidar. La ciencia es simplemente un iceberg, bajo cuya cúspide se oculta una ingente acumulación de palos de ciego que raramente afloran a la superficie. ¿La historia del pensamiento no será en realidad un péndulo que oscila eternamente entre el racionalismo intransigente y la metafísica sufí?

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jueves, 20 de noviembre de 2008

Lingüística para tontos VI - Estructuras semánticas

(Comienzo)

Los ejemplos más simples de conceptos ambiguos son las categorías. Desambiguar una categoría es fácil: basta con decidirse por uno de sus ejemplares. Y la ganancia de información es también inmediata:

color azul/rojo/verde/… -> color rojo

Conforme a la simbología que venimos utilizando, ¿deberíamos, pues, escribir 'color + rojo' para representar este proceso? No, porque 'rojo' es un caso particular de 'color', y no una cualidad, como sucedería si escribiéramos 'color + alegre'. La palabra ‘alegre’ nos sirve para desambiguar la categoría ‘color’, pero no es en sí misma un color, sino que pertenece a una categoría diferente (alegre/triste/…). Al escribir la palabra 'rojo' a continuación de 'color' estamos invocando directamente la relación entre una categoría y uno de sus ejemplares. Para diferenciar esta nueva relación de la anterior utilizaremos un nuevo símbolo, δ.

En resumidas cuentas, hemos identificado ya dos procesos diferentes:

C δ I desambiguación directa de una categoría (color δ rojo)
C + I desambiguación indirecta mediante una categoría ajena (color + alegre)

En la práctica, sin embargo, pronto tendremos que hacer frente a fórmulas muy complejas. De modo que, por razones simplemente prácticas, escribiremos preferentemente C(I) para designar la relación -o, dinámicamente hablando, el proceso- de desambiguación ‘categoría δ ejemplar’. Por lo tanto, a partir de ahora color δ rojo y color(rojo) describirán exactamente la misma relación.

Es importante señalar que en estas dos expresiones C(I), C + I, cualquiera de los símbolos C o I pueden estar ‘vacíos’. Si escribimos simplemente C(rojo), nuestro interlocutor deberá recurrir a su propia estructura de conceptos para decidir si esa C denota colores o adscripciones políticas. Por otra parte, escribiendo color(x), o color + x, estamos invocando la posibilidad de desambiguar la categoría ‘color’. En otras palabras, estamos dando a entender que los símbolos que emitimos (y en particular los símbolos que denotan relaciones) se enmarcan en un proceso de desambiguación, Es decir, de información. Es decir, de comunicación.

Naturalmente, no todos los conceptos son tan simples como las categorías. La mayoría de los conceptos son, en realidad, una combinación de categorías. Es decir, una supercategoría.

Imaginemos un ejemplo. Acabamos de acudir a la asociación de padres solteros de nuestra ciudad con la intención de afiliarnos. El recepcionista nos entrega amablemente un formulario, y nosotros nos disponemos a rellenarlo allí mismo. Entre tanto, a un lado del mostrador, vemos amontonados una pila de formularios iguales al nuestro, que otros afiliados han rellenado ya. ¿Podríamos considerar que nuestro formulario en blanco es una categoría y que aquellos otros, ya rellenados, son ejemplares de esa categoría? Podríamos. De hecho, nos bastaría con señalar uno cualquiera de ellos para 'desambiguar' inmediatamente el contenido del formulario en blanco.

Pero, en cuanto empezamos a rellenarlo, comprendemos que nuestro formulario es en realidad una combinación de diferentes categorías: Nombre, Edad, Dirección, Teléfono, Fecha… Utilizando la notación que acabamos de definir, podríamos representar el formulario en blanco mediante la expresión:

Formulario(x) = Nombre(n) · Edad(e) · Dirección(d) · Teléfono(t) … (3)

donde hemos utilizado el símbolo ‘·’ para representar el ‘pegamento’ que une todas estas categorías como elementos de los que se compone nuestro formulario.

Una vez rellenado, lo entregamos al recepcionista, que lo añade a la pila de solicitudes de inscripción. Si todos los datos que figuran en aquellas solicitudes son fidedignos, será imposible que haya dos formularios exactamente iguales. Es decir, no podrá haber dos formularios que contengan exactamente las mismas 'cualidades'. Por consiguiente, para referirnos a cualquiera de ellos podemos tomar como punto de partida el formulario en blanco para, a continuación, ir añadiendo, una a una, diferentes 'cualidades' –en el peor de los casos, todas-, hasta que la ambigüedad desaparezca:

Formulario(x) + Nombre(Luis López Smith)
Formulario(x) + Edad(42) + Profesión(pintor) + …

Si analizamos estas expresiones veremos que, en realidad, hemos utilizando el símbolo + en un sentido genérico. Realmente, lo que queríamos denotar mediante este símbolo es algo así como: "Toma el formulario en blanco, dirígete a la casilla que te voy a indicar a continuación, y rellénala con el dato que también te indicaré a continuación". Y es que para poder desambiguar un formulario necesitamos una instrucción que nos permita localizar una u otra de sus casillas antes de rellenarlas.

Es evidente que las instrucciones para localizar, por ejemplo, la casilla Edad no pueden ser las mismas que para localizar la casilla Nombre. Hay, pues, tantos casos particulares del símbolo + como casillas contiene nuestro formulario, y a cada uno de esos casos podemos asociar un único símbolo (r1, r2, r3, etc.) que relaciona la supercategoría Formulario(x) con cada una de las categorías que la componen. De hecho, el conjunto de esas relaciones es precisamente lo que define la estructura del formulario:

Formulario r1 Nombre
Formulario r2 Edad
Formulario r3 Profesión


Estas expresiones son unidimensionales pero, si las ensamblamos sobre la superficie de un papel, veremos que describen también una compleja red de relaciones. Ésta es precisamente la dualidad que permite al lenguaje transmitir información. Por una parte, necesitamos un 'paisaje' que congregue todos los elementos de información que vamos acumulando. Y, por otra parte, necesitamos ser capaces de localizar, con unas pocas instrucciones, cualquiera de esos elementos para agregarles nueva información (recordemos: dónde colocar nuevos ladrillos, y qué ladrillos colocar).

Topológicamente hablando, un formulario -es decir, un dibujo esquemático sobre una hoja de papel- no es otra cosa que una estructura en dos dimensiones. Al funcionario que lo tramite tal vez no le haga mucha gracia pero, si cuidamos de que las líneas del formulario no se fundan unas con otras ni se rompan, podemos deformar el dibujo tanto como queramos sin que nuestra representación del formulario pierda esencialmente validez: aquello que lo diferencia de cualquier otro formulario es, además de sus categorías, su estructura.

De este análisis se desprende que la expresión (3) no está suficientemente definida, ya que no nos permite saber, por ejemplo, si la casilla Nombre(x) está situada en la cabecera del formulario o en otro lugar diferente. Para describir un formulario necesitamos, además de un conjunto de categorías, un conjunto de instrucciones -visuales, táctiles o geométricas- que nos permita construir sin ambigüedad el formulario que tenemos en mente, o cualquier otro topológicamente idéntico a él. En otras palabras, necesitamos conocer la estructura del formulario.

Tenemos, pues, que ampliar la definición de una supercategoría F. La representaremos ahora en la forma:

F = C·C'·C''…(x, x, x, …)S (4)

donde S es la estructura de F (o, lo que es lo mismo, cualquier conjunto de instrucciones que nos permita construir F u otra supercategoría topológicamente idéntica a ella). Si desambiguamos ahora F mediante un ejemplar I de la categoría C'', obtendremos un 'formulario' un poco más específico que el formulario en blanco:

Nombre·Edad·Profesión(x, x, x, …)S + Edad(42) = Nombre·Edad·Profesión(x, 42, x, …)S

lo cual equivaldría a rellenar el dato 42 en la casilla Edad. En términos generales:

C'·C''·C'''…(x, x, x, …)S + C''(I) = C'·C''·C'''…(x, I, x, …)S

En otras palabras, cuando C'' es una de las categorías componentes de la supercategoría F(…, x, …)S, el ejemplar C''(I) desambigua F integrándose en ésta, y produce una expresión F(…, I, …)S menos genérica, es decir, más 'localizada'.

Hasta ahora hemos hablado únicamente de relaciones entre una supercategoría y las categorías que la componen. Sin embargo, podemos desambiguar también la supercategoría F utilizando categorías ‘extrínsecas’. Si suponemos, por ejemplo, que F es la categoría de todos los formularios rellenados por los afiliados a nuestra asociación, podríamos desambiguarla también escribiendo:

F + C1(arrugado)
F + C2(París)

Aquí, las categorías C1 y C2 son decididamente categorías ‘externas’ a F. Es evidente que, si a F le quitamos la casilla Edad, no podrá ser el mismo formulario que nosotros acabamos de firmar. Pero, si todas las casillas están en su sitio, no dejará de ser F por mucho que lo arruguemos o que lo traslademos de una ciudad a otra.

El símbolo + no representará ahora una relación entre F y una de sus categorías componentes, sino una relación entre F y una categoría que no pertenece a F. Por lo tanto, C no puede ya integrarse en la estructura de F.

Sin embargo, nada nos impide combinarla con F y construir, de ese modo, una nueva supercategoría:

F·C(x, París)S'

donde S' representará ahora la combinación de S con la estructura de la categoría C.

Hasta ahora hemos manejado únicamente estructuras asociadas a supercategorías. Es decir, estructuras complejas. Pero, ¿qué tipo de estructura tienen las categorías simples?

Me temo que la respuesta a esta pregunta se va a quedar para el próximo capítulo. La experiencia me ha demostrado que algunas comidas hay que digerirlas lentamente.

(Continuación)


martes, 4 de noviembre de 2008

Bulbos de tulipán


En sólo tres años (1634-1637), Holanda vivió un episodio de fe demoledor.

Todas las religiones tienen un componente de fe: Dios nos premiará o nos castigará según nos comportemos. Pero lo hará en un futuro imposible de verificar: el más allá. Tal vez por eso las religiones han sobrevivido tantos siglos: la fe que las sostiene es, por definición, una expectación constante. Un tantra yoga que estira interminablemente el ascenso a la cumbre y, al hacerlo, convierte un golpe de percepción en un estado.

Pero la fe de Holanda era a corto plazo. Se trataba, simplemente, de enriquecerse.

Los tulipanes llegaron a los Países Bajos en 1593. Eran un producto exótico que venía de Turquía. Un capricho caro. Cierto día, alguien descubrió entre sus tulipanes una variedad especialmente original: sus pétalos aparecían vistosamente flameados con manchas de colores. En realidad, aquellos tulipanes habían contraído una enfermedad benigna causada por un virus que afecta a especies vegetales tan diversas como el tabaco, la lechuga o la rosa: 'el virus del mosaico'.

Era un capricho dentro de otro capricho. El precio de los tulipanes 'flameados' subió, y los vendedores empezaron a ver en aquellas flores vistosas una oportunidad de enriquecerse. No sólo los vendedores. Al ver la rapidez con que subían los precios, muchos otros holandeses empezaron a comprar bulbos de tulipán. Parecía una buena inversión.

El empujón final vino con el invierno. Terminada la temporada de cultivo, había que acumular bulbos para la primavera, y en el mercado especulativo el preciado producto empezó a escasear. Los precios se dispararon. Ahora ya todo el país se lanzaba a una compra frenética del nuevo oro. Hasta los más prudentes dudaban. Se vendían casas y terrenos para comprar los codiciados bulbos, se invertían los ahorros de toda una vida. En un solo mes, el precio de un bulbo de tulipán se multiplicó por veinte. El mercado interior se quedaba pequeño. Ahora Holanda exportaría sus bulbos a otros países y en pocos años, tal vez, el nuevo imperio económico neerlandés dominaría el mundo. Los castillos de naipes crecían y crecían en la fantasía de los compradores. La fe se hizo endémica, y llegó un momento en que con un solo tulipán era posible comprar una casa.

Hasta que, un día, los más sensatos empezaron a sentirse incómodos con todo aquel dinero nominal que nadie quería convertir en moneda por temor a perderse la siguiente subida. Más valía pájaro en mano que ciento volando. Y empezaron a vender.

El aumento de los precios no era ya vertiginoso, y algunos empezaron a sentir miedo. Tal vez, al fin y al cabo, su riqueza no aumentaría eternamente. Más valía, pues, vender ahora, por lo que pudiera pasar. Pero el cambio de tendencia se convirtió en estampida. Cuantos más acudían a vender, más aprisa caía el valor de los tulipanes. Y pocos estaban ya dispuestos a comprar.

La realidad volvía a ser nítida, y muchos se dieron cuenta de que habían cambiado todas sus posesiones por un puñado de cebollas. De hecho, al final de la caída un bulbo de tulipán no valía en el mercado ni más ni menos que eso: una cebolla. De la mano del pánico venía la ruina.

Fue una ruina que se extendió por todo el país, y que afectó también no sólo a quienes habían sabido vender a tiempo, sino a los pocos que se habían resistido a creer en el milagro y habían preferido conservar sus bienes. La economía nacional se vino abajo, y la triste consecuencia de aquel espejismo fue… una depresión económica.

Lo cual parece sugerir que la fe no siempre es recomendable. Pero, ¿cuándo lo es? Es evidente que, en nuestro cerebro, la fe no está relacionada con el sentido crítico, y que las creencias de la masa influyen fuertemente en las convicciones personales. En mayor o menor medida, querámoslo o no, todos los seres humanos somos en parte persona, y en parte masa. Y, cuando nuestro entorno es un río poderoso que fluye en una dirección, nadar contra la corriente puede llegar a ser un calvario.

Galileo sabía mucho de esto, pero no fue el único. Stefan Zweig se opuso vehementemente a la primera guerra mundial para, seguidamente, ver desaparecer de su vida, uno a uno, a aquellos que hasta entonces había creído sus amigos. Y en Europa la sentencia 'Aristoteles dixit' tardó siglos en dejar de ser la demostración irrefutable de muchas teorías (falsas). El concepto de 'ateo' apareció en la Grecia clásica tarde, en el siglo V antes de nuestra era, y significa 'el que no cree'. Se supone, pues, que lo natural es creer.

Es cierto que, si nunca hubiera habido 'ovejas negras' que se negaran a comulgar con ruedas de molino, probablemente yo estaría ahora escribiendo esto con un trozo de sílex en las paredes de una cueva, pero también los rebeldes se han equivocado muchas veces. Goethe creyó haber refutado a Newton cuando lo único que estaba haciendo era un ridículo grotesco. Y el propio Newton, primer gran ariete que consiguió resquebrajar la temible fortaleza aristotélica, escribió muchas más páginas sobre alquimia que sobre óptica, teoría gravitatoria o análisis matemático juntas.

Vistas así las cosas, las convicciones de los seres humanos parecen moverse en un terreno mucho más pantanoso de lo que uno a primera vista creería. Contagiados sin querer de la fiebre posesiva de bulbos de tulipán, de la 'ola' humana que recorre las gradas de los estadios de football, de paradas militares que podrían preludiar incluso nuestra propia destrucción, de los gritos desaforados de parranderos borrachos que se creen los amos del mundo, o fascinados por una falsa intuición matemática, por las resonancias ocultas de la cábala, por códigos da Vinci o por relatos de extraterrestres, tal vez ninguno estamos libres de esa necesidad incomprensible que llamamos fe.

Tal vez por eso el sentido crítico, apasionado y absurdo cuando está movido por emociones pero inmutable y despiadado cuando -quizá por un golpe de suerte- coincide con la realidad, es una de las verdaderas marcas distintivas del verdadero ser humano.
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viernes, 24 de octubre de 2008

Dos noticias recientes

Los servicios de seguridad de no sé qué aeropuerto han puesto en marcha un sistema de visualización que 'desnuda' a los pasajeros antes de entrar a los aviones para cerciorarse de que no llevan armas. Por el momento, funciona sólo a título experimental y voluntario. Los legisladores de la UE lo han dejado, de momento, en suspenso, porque tienen 'dudas' sobre la legitimidad del nuevo sistema. ¡Dudas! La noticia es ya de por sí deprimente, pero lo que me produce terror son las respuestas de personas entrevistadas por la calle, seleccionadas, nunca se sabe con qué criterio, por una emisora española de televisión basura (y disculpen la redundancia).

Pues bien, la inmensa mayoría de los entrevistados se declaraban conformes con la nueva medida de seguridad. Debo aclarar que los entrevistados no eran ovejas, o bueyes castrados, sino seres humanos. Algunos, incluso, respondían sonrientes. "Si es por seguridad..." Big Brother, Big Brother, estás ya a la vuelta de la esquina.

La cosa se está poniendo fea. Se suponía que el ciudadano de un país democrático es inocente mientras no se demuestre lo contrario. Entonces, ¿por qué someternos siquiera a un control de metales? ¿De qué se me acusa, agente? ¿Acaso soy sospechoso de algo por el simple hecho de querer viajar en avión? Pues resulta que ahora no les basta con someterme a una cola ignominiosa, con obligarme a apartar mis objetos metálicos y mi computadora, quitarme el cinturón, descalzarme, levantar los brazos y separar las piernas para dejarme cachear, humillarme como un borrego más de un dócil rebaño. No. Ahora, además, quieren desnudarme en una pantalla. Quieren estar seguros de que, como dice la ley, no soy sospechoso de nada mientras no se demuestre lo contrario.

En unos pocos años, un puñado de asesinos medievales ha conseguido convertir en sospechosos a millones de personas todos los días. Si el terrorismo fuera una guerra, hace ya tiempo que la habríamos perdido.

Segunda noticia: investigadores de Georgia, Estados Unidos, han conseguido borrar selectivamente recuerdos presentes en la memoria... de ratones, por el momento. El futuro es, no ya preocupante, sino aterrador. El ser humano tiene una cualidad que lo diferencia radicalmente del resto de la fauna planetaria: todo aquello que algún ser humano ha sido alguna vez capaz de concebir será algún día realidad. Guerras apocalípticas, bombas atómicas, modalidades de tortura, Auschwitz, perversiones sexuales, drogas sofisticadas, robos cinematográficos, la cima del Everest o el Polo Norte, surfistas en caída libre, submarinos, batiscafos, globos tripulados, hombres rana, aviones que vuelan como los pájaros, satélites artificiales, misiones a Marte, hornos de microondas, robots, hologramas, trances místicos, vudúes, juegos fantásticos o muñecas hinchables. Todos los inventos de Leonardo da Vinci, todas las novelas de Jules Verne, de Ray Bradbury o de H. G. Wells. ¿Fahrenheit 451? ¿Terminator? ¿La isla del Doctor Moreau? ¿Un mundo feliz? Tranquilos: si no han llegado aún, no tardarán. Es una ley infalibe: todo lo que algún ser humano ha podido alguna vez imaginar terminará algún día siendo realidad.

Quién iba a decirte en 1984, Big Brother, que tardarías tan poco tiempo en llegar.

Y lo peor de todo: con una sonrisa.



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domingo, 19 de octubre de 2008

Computer

La palabra utilizada en España para designar un 'computer' es 'ordenador', traducción literal del francés 'ordinateur'. Presumiblemente, esta palabra tiene relación con la idea de 'poner orden', pero no es 'ordonnateur', como parecería natural. Quizá merece la pena averiguar la etimología de 'ordinateur':

En 1954, la sociedad IBM France buscaba un término francés para designar una nueva máquina electrónica suya, destinada específicamente al procesamiento de información. Un directivo de IBM aconsejó, pues, consultar a un antiguo profesor suyo, Jacques Perret, titular de la cátedra de filología latina en la Sorbona. El profesor Perret respondió el 16 de abril con un extenso análisis de las posibilidades que él contemplaba. Tras descartar systémateur, combinateur, congesteur, digesteur y synthétiseur, expresó su preferencia por 'ordinateur', que tenía antaño el significado de "personne qui dispose, qui règle selon un ordre". El vocablo tenía connotación religiosa. El diccionario Littré recogía 'ordinateur' como "Dieu qui met de l'ordre dans le monde".

A la vista de los términos que descartó, por razones simplemente prácticas, no parece que Monsieur Perret entendiera exactamente lo que es un computador. En cualquier caso, lo que no aclaró es por qué había que eludir en francés el verbo 'computer'. ¿Quizá, como se sospecha también en el caso del español, por la proximidad con la palabra 'pute'?

El latín 'putare' significaba originalmente 'podar' (que no es sino una corrupción de 'putare') y, en sentido general, 'quitar estorbos', 'simplificar'. Aplicado a las cuentas, vino a significar algo así como nuestro coloquial 'hacer números'. El prefijo 'com-' es intensivo, como en 'comprimir', lo cual nos da algo así como 'aplicarse a hacer números'. Esta fue probablemente la razón de que el uso más antiguo conocido de la palabra computer (1646) designara una persona que hace cálculos matemáticos, y de que los primeros ingenieros utilizaran ese término para denominar las primeras calculadoras mecánicas (1897).

En español, las dos acepciones de 'computar' que describe el DRAE son bastante desafortunadas:

1. tr. Contar o calcular por números algo, principalmente los años, tiempos y edades.

Como no entiendo qué se quiere decir con 'principalmente', acudo al propio DRAE, que me da dos acepciones:

1 - Primeramente, antes que todo, con antelación o preferencia
2 - Fundamental o esencialmente

Si me acojo a la primera acepción, debo entender que los años, tiempos y edades tienen algún tipo de primacía o preferencia. Pero ¿respecto a qué? ¿Computar las fases de la luna es menos computar que computar los años que tardará en volver a ser eclipsada por el sol?

Si me acojo a la segunda acepción, la definición de 'computar' podría completarse, por simple lógica, con una implicación: "Contar o calcular por números algo, esencialmente los años, tiempos y edades... y accesoriamente otras cosas". No está muy claro qué cosas puede uno contar o calcular por números accesoriamente sin salirse de la definición de 'computar'.

La única interpretación de 'principalmente' que me parecería aceptable es 'más habitualmente', que, por ser una propiedad circunstancial, puede ser excluida del concepto abstracto. De modo que me quedo con 'contar o calcular', que naturalmente no es lo mismo... excepto, quizá, con ayuda de un ábaco. Como definición, pues, parece un poco primitiva, pero la podríamos mejorar sustituyéndola por 'obtener un resultado numérico mediante números'. Si esos números son binarios, la definición describe bastante acertadamente la idea de computador digital.

La segunda acepción:

2. tr. Tomar en cuenta, ya sea en general, ya de manera determinada. U. t. c. prnl. Se computan los años de servicio en otros cuerpos. Los partidos ganados se computan con dos puntos

se acerca más al sentido de 'medir' o 'valorar', es decir, asignar elementos de una escala o esquema cuantitativo o de valores a conceptos que admiten o algún tipo de gradación, o el esquema implícitamente asignado.Y, sin embargo, esto es precisamente lo que hacen los computadores neuronales.

Entonces, ¿por qué 'ordiner' no es una buena traducción de 'to compute'? ¿Existe alguna manera de computar sin necesidad de ordenar? Sí: utilizando computadores analógicos. Teóricamente, incluso, sería posible concebir un computador que obtuviese resultados basándose en la teoría del caos.

En cuyo caso, tendríamos un 'ordenador' que computa... 'desordenando'.

domingo, 31 de agosto de 2008

A vueltas con la cultura

Yo quería escribir hoy algo sobre el amor, pero justo antes de ponerme manos a la obra acabo de leer la última anotación del blog de mi -quiéralo él o no- apreciado amigo Ernesto, y me ha estimulado a poner mi granito de arena.

El artículo de Ernesto es muy interesante. Lo que más me ha gustado ha sido esa clasificación suya entre el 'saber qué' y el 'saber cómo' para dilucidar el concepto de cultura. Para mi sorpresa, la RAE da dos definiciones de la palabra que me parecen bastante buenas:

2. f. Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico.
3. f. Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.

Me parece claro que la acepción 2 responde al 'qué', mientras que la 3 refleja bastante bien el 'cómo'. Pero la definición que más me gusta es, en realidad, la primera:

1. f. cultivo

El significado de la palabra 'cultura' fue el tema de la primera conferencia pública que pronuncié, con ocasión de una entrega de premios. En aquellos años lejanos de la Transición yo había decidido inscribirme en la Asociación de Vecinos de mi barrio, en la sección de Cultura, que, según me habían dicho, estaba por aquel entonces gestionada por los anarquistas. Cultura sin mediatizar, sin obediencias políticas ni ánimo de lucro: aquello era lo que yo estaba buscando.

Precisamente el día en que me fui a inscribir había una asamblea general de la Asociación. Me invitaron a asistir, y yo acepté. En el preciso momento en que me incorporé a la asamblea, un representante de la sección de Cultura anunciaba que los anarquistas se marchaban en bloque de la Asociación. La sección de Cultura se quedaba, por consiguiente, desatendida. Desalentado en un principio por la estampida, que me había dejado solo, en seguida comprendí que aquella situación era en realidad una bicoca, y me puse yo solo a reorganizar la sección, prácticamente desde cero.

Se me ocurrió convocar un concurso de cuentos en el barrio, me puse a reorganizar la pequeña biblioteca, y añadí una sección cultural a la revista de la Asociación. Poco a poco, los cuentos de los concursantes fueron llegando, otras personas empezaron a colaborar en la sección, y finalmente una tarde, en el auditorio de una parroquia de la calle Alvarado, escenificamos solemnemente la entrega de los premios.

Fue un desastre. La idea era hacer una breve presentación (de lo cual se ocupó uno de los cabecillas de la Asociación, para capitalizar políticamente el acto), seguida de la entrega de premios (un modesto lote de libros). A continuación, yo pronunciaría una breve charla sobre la cultura popular.

Me había preparado muy bien el esquema de mi charla. Tan bien me lo había preparado, que era complicadísimo de exponer. Eran los tiempos en que yo leía a Marcuse, a Proudhon y a los estructuralistas franceses, y con esos y otros ingredientes similares lo único que se podía fabricar era una empanada. Mental, quiero decir. Que fue lo que me salió.

Apenas concluyó, pues, la entrega de los premios, yo me senté a una mesa sobre el escenario, bajo los focos, y eché un vistazo rápido a mis notas. Estaba nervioso. Debajo de mí oí un bullicio. Entregados ya los premios, que era de lo que se trataba, mucha gente abandonaba la sala. Entre tanto yo, que había decidido desarrollar mi tema de lo general a lo particular, empecé explicando, desde mi punto de vista, el significado de la palabra 'cultura'. Me lié. Allá abajo, las deserciones aumentaban. Antes de que comenzase siquiera a hablar de la cultura popular, mi público se reducía ya únicamente a unas diez o doce personas.

Cuanto más alarmante era la situación, más nervioso me ponía. Uno de mis compañeros me hizo señas de abreviar. Tenía razón. Había que abreviar... Pero ¿cómo?, me preguntaba yo mirando aquel folio mío garrapateado de complejas notas esquemáticas. Me enzarcé tanto en el tema que no me di cuenta de que en el patio de butacas se había formado un revuelo. Por fin, viendo que nadie me hacía caso, depuse mi charla y me acerqué a ver qué pasaba. Una de mis oyentes acababa de sufrir un ataque epiléptico.

Muchas veces he bromeado sobre aquella primera conferencia mía cuyo único efecto reseñable fue provocar un ataque de epilepsia, y me ha llevado muchos años, mucha experiencia y muchas horas de reflexión aprender a depurar mis ideas para hacerlas inteligibles. Principalmente, ante mí mismo, que es por donde un espíritu caótico como el mío siempre tiene que empezar.

La cultura ha sido mi pasión desde niño. Pero, con los años, llegué a la conclusión de que una cosa era la cultura y otra la erudición. Que no siempre son hermanas. Admiro a los eruditos, más que nada por la pasión que los empuja a conocer ese qué del que habla Ernesto, pero ahora creo que la cultura es otra cosa.

Para mí, cultura es cultivar. Los artistas, los científicos o los fabricantes de cestos de enea cultivan su disciplina de manera no muy distinta a como un jardinero cultiva una flor: siembran, riegan, roturan, podan o fertilizan hasta conseguir una complejidad útil, reveladora o, simplemente, hermosa. Los que disfrutamos de sus creaciones, en cambio, analizamos, comparamos, reflexionamos, descubrimos... y, si insistimos lo suficiente y somos honestos, llegamos más allá.

No he dicho esto con petulancia elitista, sino con vehemencia de explorador. Porque lo que para mí tiene de fascinante la cultura es su virtud de abrir caminos y puertas, de conectar territorios dispares, de establecer cortocircuitos. Cultura es cultivar. O para hacer realidad un hermoso jardín donde antes sólo había malas hierbas, o para descubrir paisajes ocultos donde antes sólo había ideas o sensaciones superficiales.

Por eso me ha gustado -sin que sirva de precedente- la segunda definición del DRAE: "Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico". La cultura es una riqueza hecha de monedas infinitamente diferentes. Cultura es ver más lejos, entrever caminos nuevos, percibir matices más sutiles.

Cultura es ir más allá.

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jueves, 21 de agosto de 2008

Lingüística para tontos V - Especificación y predicación

(Comienzo)

Nos encontramos de visita en Roma. Ante nosotros se alza, majestuoso, el Coliseo, a cuyo alrededor un atasco infernal ha paralizado completamente el tráfico. Unas obras en el Metro, coincidendo con una visita del Papa y con una huelga salvaje de gasolineras, mantienen a todos aquellos automóviles detenidos sobre el asfalto.

En una situación así, referirse a un automóvil en concreto es relativamente fácil. Por ejemplo, tomando una fotografía del atasco y señalando sobre ella, con la punta de un lapicero, el automóvil al que queremos referirnos. Esta forma tan simple de comunicarse es independiente del lenguaje: probablemente cualquier ser humano podría entenderla. Sin embargo, aunque no seamos conscientes de ello, está basada en una premisa importante: que la punta de un lapicero -es decir, un punto- nos sirve para designar un objeto de dos o tres dimensiones.
Esta consideración no es estúpida si pensamos, por ejemplo, en la dificultad de designar con un simple punto la Corriente del Golfo sobre un mapa del Océano Atlántico, o un yacimiento subterráneo sobre una fotografía aérea del Sahara. Para que el objeto designado sea identificable, tenemos que tener una idea previa de la estructura del paisaje. Es decir, de su topología.
Pero imaginemos que no disponemos de un lapicero. Como -topológicamente hablando- un conjunto de automóviles es lo mismo que un conjunto de puntos que no se tocan, podríamos designar cualquiera de aquellos automóviles que vemos junto al Coliseo asociándolo al lugar que está ocupando. Al fin y al cabo, todos estamos de acuerdo en que dos objetos diferentes nunca pueden ocupar un mismo lugar. Lamentablemente, necesitaríamos tener un nombre para cada uno de esos lugares, y nuestra memoria no nos permite tal dispendio. Los 'lugares' que podemos identificar sobre una superficie pueden llegar a ser infinitos, y la longitud de las palabras que necesitaríamos para designarlos terminaría siendo ilimitada. Nuestra memoria, sin embargo, no da para tanto. Tendremos que ingeniárnoslas de otra manera.
Las placas de matrícula serían una solución excelente. Dado que todos los automóviles llevan una única placa diferente de todas las demás, podríamos guardarnos el lapicero en el bolsillo y decir, simplemente: "automóvil MXD-5578FGH". Al hacerlo, estaríamos utilizando una categoría mucho más potente, que nos permitiría identificar sin ambigüedades todos los automóviles del planeta:
automóvil: {…, ZD-45650FF2, MXD-5578FGH, LLX-44612RQW, …}
Sin embargo, también en esto tenemos mala suerte. Son pocos los automóviles de nuestro atasco cuya placa de matrícula acertamos a ver. Lo más aproximado que se nos ocurre al número de matrícula es el modelo de cada automóvil, pero… ¿y si nos encontramos con más de un automóvil de un mismo modelo? En otras palabras, nuestro sistema de designación sería, no completamente, pero sí un tanto ambiguo. ¿Es un fracaso, entonces, esta idea? No del todo, porque con la única palabra que teníamos hasta ahora, automóvil, la ambigüedad era total. Animados por este avance, vamos añadiendo cualidades: azul, abollado, polvoriento, ruidoso… hasta lograr que no haya dudas sobre el objeto específico al que nos estamos refiriendo. Este método, desde luego, no será sistemático, pero nos permite salirnos con la nuestra. Podríamos simbolizar el proceso así:
C + I' + I'' + I''' (1)
donde C es la categoría inicial (automóvil) y los símbolos I', I'', I''' (azul, abollado, polvoriento) son cualidades de C, es decir, ejemplares de otras categorías C', C'', C''' que, paso a paso, nos ayudan a desambiguar C.
Podríamos incluso ir más allá. Identificando un automóvil específico en las proximidades del Coliseo no hemos aportado realmente ninguna información, ya que nuestro interlocutor estaba contemplando la misma escena que nosotros. Quizá él o ella no tenía tampoco un nombre específico para ese objeto que nosotros hemos señalado, pero, igual que nosotros, sabía que estaba allí. Tal vez si cambiamos de perspectiva podremos descubrir cosas que nuestro interlocutor no conoce.
Nos decidimos, pues, a cruzar la calle. Desde la acera opuesta el atasco es igualmente infernal, pero uno de los automóviles, a cuyo volante hay un italiano impaciente, tiene una abolladura en la portezuela opuesta. Nuestro interlocutor, que no ha cruzado la calle con nosotros, no puede verla. De modo que hinchamos los pulmones para que nos oiga y le gritamos: "automóvil azul ruidoso: abollado". Esto es lo que los lingüistas llamarían una 'predicación': hemos aportado información. Si escribimos en forma simbólica el proceso:
C + I' + I'' : I''' (2)
observamos que es muy similar al proceso de desambiguación (1). Solamente hemos cambiado uno de los símbolos (+) por otro (:). Atendiendo a la función que les hemos asignado, podemos, pues, convenir en que estos dos símbolos representan los procesos de desambiguación (+) y predicación (:).

Por si este sistema de comunicación nos parece aún lejos de la complejidad del lenguaje humano, consideremos que podemos aplicar la fórmula (1) cuantas veces queramos dentro de una misma expresión. Sustituyendo, por ejemplo, la palabra 'azul' obtendríamos:

automóvil (color de cielo) ruidoso: abollado

En forma simbólica,

… + I + … = … + (C' + I'') + …

Esta posibilidad, que los lingüistas llaman recursividad, nos ayuda a referirnos a un objeto muy rápidamente (es decir, en muy pocas etapas), incluso ante situaciones reales que para el robot más sofisticado serían inmanejables.

Las fórmulas (1) y (2) responden perfectamente a la definición general de proceso de información, que hemos ilustrado cuando hablábamos de hormiguitas: esencialmente, poner un ladrillo (: I) a continuación de otros (… I + I' + I'') que ya habían sido puestos en etapas precedentes.

Para llegar a las fórmulas (1) y (2), lo único que hemos hecho ha sido representar conceptos muy básicos de sintaxis en forma simplificada. ¿Podríamos llegar, siguiendo este camino, a representar fielmente cualquier sintaxis utilizada por un ser humano? La respuesta a esa pregunta pasa, naturalmente, por la experimentación, a la que muy pocos lingüistas se dignan descender desde su olimpo dorado.
Sin embargo, hay algo que no hemos aclarado todavía suficientemente: ¿qué significado tienen esos dos símbolos (+, :) que usamos para conectar a cada automóvil con sus cualidades?
Pues lo siento, pero esta explicación va a quedar pendiente para un próximo episodio.

jueves, 14 de agosto de 2008

Penumbras

Es decir, fronteras borrosas. Que no tienen por qué ser más rechazables que las fronteras nítidas. ¿A quién no le ha parecido absurdo alguna vez tener que detenerse ante un semáforo en rojo que, en ese punto y hora, era evidentemente innecesario?

Incluso fronteras tajantes como esta han de desdibujarse a veces ante prioridades más perentorias: en ciudades con alto nivel de delincuencia, los semáforos se vuelven neutros a partir de cierta hora de la noche, para evitar peligros propios de las junglas de asfalto.

Curiosamente, a nadie se le ha ocurrido todavía ordenar que los semáforos estén siempre en rojo, para evitar totalmente los accidentes. Los semáforos son de cumplimiento obligatorio, pero expresan una convención social fundamentada, en gran medida, en razones prácticas: si no nos ponemos de acuerdo en quién pasará primero, o en si conducimos (todos) por la derecha o por la izquierda, el transporte será un caos. ¿Tienen, pues, ideología los semáforos? Yo diría que no.

Para que todos las cumplan, las convenciones se constituyen en leyes. Una ley es ya un paso más allá de la mera convención, porque implica la existencia de policías que la hagan cumplir y de jueces que penalicen su incumplimiento. Las convenciones están basadas en acuerdos libres entre personas libres de avenirse o no. Las leyes están basadas en la realidad de que muchas personas pueden más que una persona.

Es una vieja fórmula: el interés de la mayoría siempre prevalece. Claro, que habría que definir claramente qué se entiende por mayoría y hasta qué punto la imposición de sus intereses es tolerable para los individuos que no los comparten. La democracia, en el primer caso, y los derechos humanos en el segundo son aproximaciones más o menos tolerables a la solución de un problema que, probablemente, no tiene solución: la naturaleza del ser humano.

Otras veces, sin embargo, la realidad es que unas pocas personas pueden más que todas las demás juntas. Es el caso de las dictaduras. Una dictadura puede reflejar en mayor o menor medida los intereses de la sociedad, pero generalmente refleja la propia ideología de los dictadores. Hace muchos años recuerdo haber visto, junto al palacio presidencial del dictador Duvalier, en Puerto Príncipe, un enorme cartel que declaraba que la democracia y la libertad eran el bien más sacrosanto de los pueblos y el fundamento irrenunciable del Gobierno de Haití. Cuentan que, en aquella misma mansión, Duvalier tenía el comedor decorado con las cabezas de sus enemigos (que eran casi todos de su propia familia), y a pocos metros de aquel palacio despampanante me encontré con un barrio de chabolas inmundas a cuyos habitantes, según comprobé, se les respetaba en aquel momento el derecho de respirar.

En realidad, la historia de las sociedades está directamente determinada por la capacidad de convicción de sus gobernantes. Sean o no dictaduras, las sociedades cuyos líderes no convencen son inestables, y por eso los gobernantes, al igual que las empresas, utilizan tan a menudo un recurso propio, equivalente a la publicidad: la ideología.

La ideología es una maravilla: cohesiona a las masas, refuerza las estructuras de poder, y simplifica muchísimo los razonamientos: el mundo se divide en buenos y malos. Y nosotros somos los buenos. Punto. Alguien podría pensar que estoy describiendo no las ideologías, sino las religiones. Cierto. Pero si las llamasen religión perderían adeptos y, en el mundo moderno, para hacer publicidad hay que saber guardar las formas.

Lo cual nos lleva a una conclusión no tan inesperada: el mundo no está en manos de los políticos, sino de los medios de comunicación. Porque, para poder convencer, los políticos necesitan de los mass media, esos profetas del mundo moderno que difunden entre los mortales la Verdad y la Palabra.

Sólo que, con el paso del tiempo, los profetas se han modernizado. Y es que por fin han comprendido que una Imagen vale más que mil Palabras.

jueves, 7 de agosto de 2008

Galaxy Zoo

Este es el nombre de un sitio web que he encontrado, en el que se puede colaborar clasificando galaxias. Fijáos en esta maravilla que acabo de encontrar:




Hermosa, ¿no? El caso es que hay ya millones de galaxias fotografiadas, muchas más de las que un solo puñado de investigadores podrá clasificar a lo largo de toda su vida, incluso dedicándose a ello a tiempo completo. Por eso estos astrónomos han pedido la ayuda de voluntarios de todo el mundo. Si alguno de vosotros tiene ganas de ayudar, os aseguro que no es difícil. Basta con un pequeño entrenamiento para acceder a la primera fase del proceso.

Hay dos tipos básicos de galaxias; elípticas, y en espiral. No siempre es fácil reconocer si estamos ante uno u otro tipo. Las imágenes que nos muestran rara vez son tan nítidas como en este ejemplo, y a menudo nos encontraremos con galaxias fotografiadas 'de canto'. Pero lo más interesante es cuando nos encontramos con dos galaxias en proceso de fusión (¿o debería decir 'colisión'?). Muchos astrónomos creen que las galaxias en espiral podrían tener su origen en la fusión de dos galaxias, elípticas o no. Pero ningún científico dispone de unos cuantos millones de años para contemplar ese proceso de principio a fin, por lo que tendremos que recurrir a un truco: 'sorprenderemos' a muchas galaxias en distintas fases de ese proceso y, fotograma a fotograma, construiremos una película.

Además, es también importante comprobar si se cumple o no un supuesto básico de la astrofísica: el Universo no tiene preferencias. Si algún día alguien averigua que hay más galaxias que giran a izquierdas que galaxias que giran a derechas, entonces llamad a Houston, porque tenemos un problema.

En realidad, el problema lo tenemos ya de todos modos, porque allá por los años 50 varios físicos descubrieron un fenómeno inquietante: en las interacciones débiles, la paridad no se conserva. En otras palabras, las leyes de nuestro Universo no son exactamente simétricas (a menos que exista una mitad simétrica de este Universo que nosotros nunca hemos visto). Pero hoy es ya muy tarde y me tengo que ir a la cama. Otro día explicaré algo sobre este importante descubrimiento.

domingo, 11 de mayo de 2008

La ola

Cuando uno publica para un planeta redondo en cuya superficie se persiguen sin pausa el día y la noche, las estadísticas de audiencia se asemejan a las olas de un mar.

Veamos. Ricky Mango publica un episodio de su podcast a las 6 de la tarde en algún lugar del Mediterráneo. Es buena hora para los oyentes de Europa, que empiezan a afluir. El aflujo seguirá aumentando hasta las 11 o 12 de la noche, y después de esa hora la audiencia irá desertando poco a poco. La ola decae.

Pero no por mucho tiempo. A partir de las 2 de la madrugada, mis fieles seguidores de California y de Denver estarán ya dispuestos para tomar el relevo, más o menos antes de cenar. Pronto se les sumarán mis oyentes mexicanos, neoyorkinos, tejanos y miámicos, y en pocas horas toda América Latina estará asomándose ansiosa al podcast para escuchar el nuevo programa de Ricky Mango.

La ola empieza a perder altura a eso de las 7 de la mañana, hora europea. En Buenos Aires se está haciendo tarde. Las ocurrencias de Rick no le quitan el sueño a nadie, y también en América tiene uno derecho a dormir. Es un momento duro para el ego de R.M. Casi todo el planeta parece ausentarse del podcast. A veces algún despistado de Australia parece querer curiosear pero, en conjunto, durante unas breves horas las estadísticas del podcast se quedan planas.

¿Quién dijo angustia existencial? Sólo tres horas después, hacia las 10 de la mañana, un par de tímidos residentes en Japón están ya atisbando de nuevo. ¿Estarán merendando sushi? La actividad renace. Los primeros oyentes de Beijing se asoman al podcast, y después de ellos Taiwán y Shanghai se suman con alborozo. Ese charlatán que cuenta historias en español siemple los solplende.

Son la última ola antes de recomenzar el eterno retorno. Ocho horas después, el silencio se ha apoderado de China, y el planeta entero parece querer descansar del pertinaz Ricky.

Pero la ilusión es fugaz. Antes de que el silencio sea total, un primer oyente desde Turquía pincha el botón Play y rompe el hechizo. En Alemania están también aguardando, expectantes, a terminar de cenar para poder oír esa primera frase siempre prometedora:

'Ricky Mango presenta..."

lunes, 14 de abril de 2008

Palíndromos

Una de mis aficiones, tiempo ha, eran los palíndromos. Como era esta una palabra que siempre se me olvidaba, yo los llamaba 'frases capicúa', catalanismo tolerable teniendo en cuenta que yo todavía no había vivido en Barcelona.

Por si alguien no sabe lo que es un palíndromo, se trata de una frase que da el mismo resultado leyéndola a derechas que a izquierdas.

Es muy difícil encontrar un palíndromo que responda mínimamente al sentido común. La mayoría de los palíndromos son inverosímiles, y esa cualidad los hace, para mí, irresistiblemente atractivos.

Durante una larga temporada -como mínimo, meses-, me dediqué a construir palíndromos, al principio con el único objetivo de mejorar el más famoso de todos: Dábale arroz a la zorra el abad. Recuerdo haber leído en alguna novela de algún autor sudamericano unos cuantos palíndromos sorprendentemente buenos, pero no estoy seguro de que fueran más largos que el del abad nutriente.

Cuando el número de palíndromos que se acumulaban en papeles sueltos y cuadernos a mi alrededor empezó a ser considerable, empecé a anotarlos ordenadamente en un cuaderno de anillas. Por aquel entonces, la palabra 'computadora' evocaba una habitación gigantesca de algún edificio de IBM, llena de paneles, cables y mandos de ciencia-ficción. La extracción e inserción de hojas en el cuaderno de anillas era lo más parecido a borrar y pegar texto en una pantalla.

Creo que reuní cien, quizá doscientos palíndromos, muchos de ellos tan simples como 'Ana gana' o '¡A por ropa!'. Uno de los más largos me hacía particularmente gracia:

La Greta Garbo jabonó bajo braga tergal

Mi amigo Pepe, que estudiaba matemáticas, siempre decía que aquella frase no tenía sentido, y es cierto que queda un poco cojitranca, pero a mí me encantaba. Lo fascinante de los palíndromos 'insensatos', que son la mayoría, es su capacidad para evocar imágenes surrealistas. Yo siempre adoré el surrealismo, porque sus combinaciones de palabras dislocadas eran una ventana abierta a la fantasía y, durante unos instantes, me liberaban de una de las cosas que más odio: la monotonía, la rutina, los convencionalismos.

La primera frase que evoco cuando pienso en la poesía surrealista es un verso suelto de Rafael Alberti, que leí en la legendaria Antología del 27, de Gerardo Diego:

una navaja de afeitar abandonada al borde de un precipicio

Esta media frase da, por sí sola, para unas cuantas novelas. Imaginar todas esas posibles novelas en la fracción de segundo que tardamos en leerla es una experiencia casi olímpica. (Me estoy refiriendo a los cielos de Zeus y su tropa, no a esas llanuras con rayas donde compiten dopados supermanes en paños menores).

En poesía, mis surrealistas favoritos eran Vicente Aleixandre y Juan Eduardo Cirlot. Cirlot era el ristretto de la poesía surrealista: un concentrado denso y fuerte de sabor de imágenes deslumbrantes. Y Vicente Aleixandre era el hijo primogénito de Góngora, la presencia evocada de Ulises y del único mar que adoro de corazón: el Mediterráneo.

Sobre Góngora escribiré en otra ocasión. Se merece un episodio en exclusiva.

Mi obsesión por los palíndromos llegó a un punto en que, en lugar de leer los textos normalmente, los leía del revés. Cuando me descubrí a mí mismo una noche invirtiendo mentalmente las noticias habladas de la televisión, comprendí que tenía que echar el freno, y abandoné en un rincón mi cuaderno de anillas.

Reproduciré aquí algunos de aquellos palíndromos que más me divierten:

Atila, sal a la salita
Allí Dora le ve la rodilla
¡A remar allá, ramera!
Allí trota la tortilla
A ti te sobra garbo, setita
A la tímida, dimítala
A ti, modoso sodomita
Aúpa la púa
Añora la roña
Arrímale la mirra
Así olerá más a mar, Eloísa
A tal latoso, tal lata
Atar al rabo sin rajar ni sobar la rata
Aparta, sátrapa
Até y abusé de su bayeta
A ti no, bonita
Amiga, no gima
Ana, nabo no, banana
Abades: esa se daba al abad. El le daba, la abadesa se sedaba
Alejo, mójela
Alemana, sánamela
Abajo me mojaba
Daba la loca la col al abad
Hala, viva la H
Isaac ataca así
Es raro dorarse
Es Nerón en Orense
El boro da luz al azulado roble
Edipo lo pide
La tropa da cal a cada portal
La diva muere de reúma, Vidal
La mete mal
La renegada es aseada, general
Le va Ravel
La moto botó mal
Oí "Ramón", no "Mario"
"Oíd", añadió
Onán es enano
No subas, abusón
No molas, Salomón
No traces en ese cartón
Ni la tsé-tsé: para peste, Stalin
Oye, sólo lo sé yo
Ordago va, Avogadro
Sacará maracas
Sal o calla, Colás
Salta ese atlas
Robaban a babor
Yo hago yoga hoy
Zeus, asoma, vamos a Suez

Y por sílabas:

¿Ves, Remigio, mi revés?
Pon 'Japón'
Depílese, se le pide
Adela se ladea
Jódeme, que me dejo
Tocaré con recato
Tocaré sin recato

viernes, 11 de abril de 2008

Lingüística para tontos. IV - La topología

(Comienzo)


Si me hablan de la Mona Lisa y vivo en París, probablemente seré capaz de situarla en un mapa mental con gran exactitud. Pero ¿qué hacer si me hablan de Nessie (el monstruo del lago Ness) y toda mi vida he vivido en una tribu del Amazonas, sin contacto con el mundo exterior?

En tal caso, es de suponer que mi representación mental de Nessie no me servirá ni para llegar a Escocia pero, aún así, seré capaz de representarme la Tierra como una esfera (¡tal vez incluso como un plano!), en ella una isla, en la isla un lago, y en el lago un animal cuyo aspecto desconozco. Mientras yo no dé forma concreta a esas isla, lago y animal, su representación navega libremente en mi mente por mares topológicos.

Esto nos sugiere que, para interpretar el lenguaje humano, nuestra mente asienta la información en estructuras topológicas. A falta de más datos, nos conformamos con saber que una isla es una superficie dentro de otra y que Nessie es un objeto tridimensional metido dentro de un volumen. O, simplificando aún más, un punto situado en algún lugar de una superficie. En otras palabras, la representación de un concepto no nos plantea problemas mientras sus fronteras estén claras y el concepto no se 'rompa'. Respetando estas reglas, nuestro concepto es moldeable.

La representación del habitante del Amazonas es una buena forma de comprimir la información. Supongamos que hemos representado digitalmente la imagen de una isla -rodeada de agua- así:


0 0 0 0 0
0 0 1 1 1 1 0 0
0 0 1 1 1 1 0 0
0 0 0 0 0


Es decir, una región de 1s (tierra) rodeada de una extensión de 0s (agua). Pues bien, en términos topológicos nos bastaría con escribir simplemente


0
0 1 0
0

En otras palabras: decir que una representación es 'topológica' quiere decir que nos sirve para generar casos particulares, como el de la primera imagen digital. En la segunda representación, la simplificada, cada uno de los símbolos 0 o 1 denota un caso general, capaz de generar casos particulares desdoblándose en sentido horizontal (11, 111, …) o vertical. Acabamos de representar topológicamente una categoría.

Hay una característica importante de las categorías que marca quizá su diferencia radical frente a la teoría de conjuntos. Mientras los matemáticos contemplan un conjunto como la 'unión' de todos sus miembros, una categoría está relacionada con sus miembros mediante la disyunción "o": la palabra 'gato' puede referirse al gato de mi vecina, o al Gato Fritz, o al gato que me encontré ayer en la calle, o… En lenguaje ordinario, no matemático, la agregación de cierto número de gatos la expresamos más bien mediante el plural.

Por comodidad, estoy utilizando aquí la notación {A, B, C, …} para designar una categoría, quedando entendido que lo que significa para mí es 'A o B o C o …', y no 'A y B y C y …'

Ahora bien, la representación topológica –es decir, simplificada- nos sirve igual para una isla que para un lago o una mancha de salsa de spaghetti en nuestra camisa. Es una categoría de categorías. Si, como cabe sospechar, no fuera posible simplificarla más, entonces nos hallaríamos ante lo que los lingüistas llaman una 'primitiva': en otras palabras, un concepto irreducible.

De ser cierta, esta idea resolvería muchos problemas. Si el significado último de los conceptos fuera, en última instancia, topológico, el lenguaje humano podría tener un referente absoluto: la geometría. Además, como hemos visto, podríamos manejar esos conceptos geométricos utilizando símbolos. ¿Qué es lo que estoy insinuando? Muy sencillo: que el lenguaje humano, y en particular su significado, sería procesable mediante computadoras.

La ambigüedad entre un lago y una isla podemos resolverla, por ejemplo, asociando a los 0s y a los 1s los símbolos 'agua' y 'tierra', o 'tierra' y 'agua', según el caso. Pero, si nos encontramos ante un atasco de tráfico en Roma a una hora punta, ¿tendremos que poner un nombre distinto a cada uno de los automóviles para referirnos a ellos?

Esta es precisamente la pregunta a la que me gustaría responder en el próximo episodio.

(Continuación)

martes, 8 de abril de 2008

Lingüística para tontos. III - La información

(Comienzo)

La idea de que podemos analizar el lenguaje humano en términos de categorías nos viene de perillas, porque nos permite contemplar el lenguaje como una herramienta para lo que todos sospechamos que es su finalidad principal: transmitir información.

En los últimos años se ha puesto de moda la información digital. Estamos todavía en un estadio primitivo de la civilización, y para manejar la información no sabemos hacer nada mejor que trocearla. El cine trocea el movimiento en fotogramas, y las técnicas digitales trocean el sonido o la imagen en 0s y 1s. Es un trabajo de hormiguitas convertir la novena sinfonía de Beethoven en 0s y 1s, pero tenemos esclavos que lo hacen por nosotros: las computadoras.

Al igual que las hormigas, preocupadas únicamente por acarrear o no un grano de polen sin interesarse demasiado por la estrategia alimentaria de su hormiguero, la información digital no describe las relaciones internas de las cosas que construye: simplemente, junta ladrillos. Ladrillo a ladrillo, aporta información. Y sólo usa dos tipos de ladrillos: los 0s y los 1s.

Pero ¿aporta información con independencia de quién la reciba? Evidentemente, no. Cada vez que un sistema digital escribe un 0 o un 1, la información sólo puede ser útil para el destinatario, que ignoraba si el próximo ladrillo sería un 0 o un 1. Eso sí, tenemos que presuponer que el destinatario conoce previamente dos cosas: dónde deberá colocar cada nuevo ladrillo (en este caso, a continuación del anterior), y qué clases de ladrillo puede recibir (es decir, un 0 o un 1).

Y con esto regresamos al lenguaje humano. Probablemente sin saberlo, el receptor de la informacíón digital está utilizando mentalmente una estructura (un ladrillo a continuación de otro) y una categoría ({0, 1}). El lenguaje humano es más complejo. Las palabras se pronuncian, o se escriben, en fila india, pero para poder darles un sentido hay que recolocarlas mentalmente. Si te explico que ayer vi a tu prima con un telescopio, probablemente te preguntes si es que yo vi-con-un-telescopio a tu prima, o si lo que realmente vi fue a tu-prima-con-un-telescopio.

Hemos identificado, pues, los dos elementos básicos de la información y, posiblemente, del lenguaje, entendido como rompecabezas: (1) dónde colocar las piezas, y (2) qué piezas colocar.

El lector impaciente me preguntará ahora "¿Y qué demonios tiene que ver la topología con todo esto?" Calma. A eso vamos.

(Continuación)

viernes, 4 de abril de 2008

Lingüística para tontos. II - Estructura de las categorías

(Comienzo)

De manera que la mente humana invoca categorías para atribuir significados a las palabras. Pero, ¿cómo son esas categorías? ¿Cómo se comportan? ¿Tienen estructura?

Es fácil ver que sí. A título experimental, sustituyamos el nombre de la categoría por una palabra desconocida, y veamos qué ideas nos invoca (así es como todos aprendimos a entender a los demás y a hablar en nuestro idioma):

1 - La salsa sabía demasiado traxa, de modo que le añadí más ajo
2 - Estuve esperando desde el mediodía hasta la traxa
3 - Las franjas azul, traxa y amarilla de su falda
4 - Bugs Bunny se convirtió en una traxa, y después en un burro
5 - Mi amigo Luis vive en la traxa de la montaña

En cada una de estas frases, la palabra traxa apunta a una categoría diferente. En el primer caso, apostaríamos a que esa palabra denota un sabor. En el segundo ejemplo, una referencia horaria. La tercera traxa parece ser un color, y la cuarta, una forma dibujada. La traxa de una montaña bien podría ser una parte de su superficie, del mismo modo que una ladera, una cima o una escarpadura. Pero la estructura de cada una de esas categorías es distinta de las demás. Tratemos de resumir lo que tenemos entre manos:

1 – una diversidad de conceptos individuales, difusamente conectados entre sí (sabores)
2 – una continuidad de conceptos que conectan linealmente el mediodía con la traxa (valores de tiempo)
3 – una diversidad, o una continuidad, de conceptos (colores)
4 – una continuidad de conceptos que puede transformar, por ejemplo, una traxa en un burro (formas animales e intermedias)
5 – una estructura común a todas las montañas, cuyos elementos estarían delimitados por rasgos de su superficie (partes identificables de una montaña)

Analicemos esto en detalle. Se puede pasar del sabor salado al dulce reduciendo progresivamente sal y añadiendo azúcar, y lo mismo cabe decir de cualesquiera otros dos sabores pero, ante un sabor intermedio, no disponemos de elementos de referencia para determinar en qué punto exacto de la transición nos encontramos. El tiempo, sin embargo, no se comporta de la misma manera que los sabores. Nos parece que un acontecimiento está tanto más lejano cuanto más se adentra en el pasado, pero no podemos saber cuán cercano está el momento en que veremos esa estrella fugaz. Cualquier cosa que acontezca entre un suceso y el siguiente, sin embargo, podemos situarla con exactitud en el tiempo… por ejemplo, utilizando un reloj. Y podemos hacerlo de manera unívoca: no concebimos dos trayectorias diferentes a lo largo del tiempo para pasar de un instante a cualquier otro instante.

Las gamas de colores son categorías bastante familiares para quienes trabajan con espectrómetros o para quienes, simplemente, estudian el catálogo de una tienda de telas. Al igual que el tiempo, las gamas de colores tienen una estructura lineal. Pero, a diferencia del tiempo, que es ilimitado tanto hacia el futuro como hacia el pasado, la gama de los colores se cierra sobre sí misma: su estructura es circular.

La categoría a la que pertenece Bugs Bunny se diferencia de las categorías anteriores en que no tiene una sola dimensión, sino dos. Bugs Bunny es capaz de transformarse casi en cualquier cosa, pero hay infinitas maneras de convertirlo en una marmota. A lo largo de una de esas transiciones, las formas intermedias entre Bugs y la marmota nos recordarán a Bugs durante un tiempo, nos parecerán después irreconocibles durante algunos instantes, y a continuación nos recordarán cada vez más claramente la figura de una marmota.

La estructura de una montaña tiene tres dimensiones. Podemos imaginarla como un rompecabezas cuyas piezas se acoplan en sus bordes, y podemos deformarla en nuestra mente hasta que sea irreconocible como montaña, pero no podemos imaginar un proceso continuo que transforme una parcela de su superficie en otra.

Todas estas propiedades de las estructuras nos recuerdan irresistiblemente una rama de las matemáticas que se denomina Topología.

(Continuación)

martes, 1 de abril de 2008

Lingüística para tontos. I - Categorías

Suena el teléfono. Me levanto del sofá. Descuelgo. Es mi amiga Atenea.
"Hola", le oigo decir al otro lado del teléfono. "¿Te interrumpo?"
"Hola, Atenea", respondo. "No, en absoluto. Hoy no he salido de casa. Estoy viendo una película".
Dado que son las nueve y cuarto de la noche y hoy es lunes, Atenea no se sorprende de mi respuesta, y la conversación continúa normalmente. Pero imaginemos ahora que, en lugar de comunicarnos por teléfono, Atenea y yo hemos decidido ese día ir al cine, y a esa misma hora estamos sentados en nuestras butacas, a oscuras, mientras en la pantalla unos bucaneros se emborrachan en una isla de los mares del Sur. Repentinamente, me acerco al oído de mi amiga y le digo:

"Estoy viendo una película".

La expresión de Atenea, esta vez de estupor, no es de extrañar. Mi frase no le ha aportado ninguna información. Ella ya sabe que yo estoy viendo una película. Su cerebro trabaja intensamente. ¿Qué habré querido decir?

Esta es probablemente la primera premisa de la comunicación. Cuando un mensaje está adecuadamente formateado, consideramos que tiene asociado un significado y, por consiguiente, hay que interpretarlo. Gracias a este mecanismo somos capaces de comprender sin dificultad a aquel extranjero que nos aborda en mitad de la calle y nos dice, por ejemplo: "lugar barato comer".

De esas tres palabras mal pronunciadas y ajenas a nuestra sintaxis surge inmediatamente en nuestras mentes un significado, y nuestra conjetura de ese significado pronto se confirma. Gesticulando, le explicamos a nuestro interlocutor cómo se llega a la tasca de Pepe; le indicamos, relamiéndonos ostensiblemente, que Pepe cocina una paella exquisita, y se va muy contento en la dirección indicada.

Lo que mi interlocutor y yo hemos identificado, gracias a un discurso desprovisto de sintaxis y ayudado de signos visuales, es el significado de nuestros mensajes. Pero ¿én qué consiste ese significado? ¿En qué lugar de nuestra mente se encuentra? ¿Tiene alguna estructura?

Para responder a estas preguntas conviene regresar al ejemplo de la película de bucaneros. ¿Qué es lo que hace el cerebro de Atenea mientras ella me mira atónita en el cine? ¿Qué diablos querría yo decir cuando declaraba que estaba viendo una película?

A mi amiga se le ocurren varias posibilidades. Tal vez hace mucho tiempo que yo no veía una película, y únicamente le estoy expresando mi alegría. O quizá soy funcionario en el archivo de una filmoteca, y me paso los días colocando películas en las estanterías sin llegar nunca a verlas. O soy un fanático del teatro y en esta ocasión, excepcionalmente, he acudido al cine.
Lo que el cerebro de Atenea ha hecho, pues, es construir un trasfondo que le permita extraer información de mi mensaje. Cualquiera de estas tres construcciones permitiría extraer información plausible de mi mensaje:

"Últimamente, no veía películas. Ahora, estoy viendo una película"
"Normalmente, manejo películas. Ahora, estoy viendo una película"
"Normalmente, veo obras de teatro. Ahora, estoy viendo una película"
En los tres casos, el mensaje informa de que está sucediendo algo que no sucedía. Para poder extraer información de mi mensaje, Atenea ha tenido que construir mentalmente las categorías

estoy haciendo algo: {no viendo una película, viendo una película}
estoy haciendo algo con una película: {manejando, viendo, ...}
estoy viendo algo: {una obra de teatro, una película, ...}
En términos más abstractos, Atenea ha construido las frases:
estoy X
estoy X una película
estoy viendo X

y, a continuación, ha dejado que se formen en su mente espontáneamente las categorías X. La información que ella está empeñada en extraer de mi mensaje dependerá de cuáles sean esas categorías. Ella ha interpretado que yo le estoy señalando un caso particular de algo, y por eso su mente se ha esforzado por identificar todas las categorías que es capaz de construir a partir de mi mensaje, a fin de poder interpretarlo como un caso particular.

Si en lugar de ir al cine con Atenea nuestra conversación se hubiera mantenido por teléfono, como en el primer ejemplo, el proceso habría sido más simple pero, en esencia, no diferente. Simplemente, mi amiga habría evocado una categoría de actos habituales o verosímiles en el hogar un lunes a las nueve y cuarto de la noche:

estoy X: {comiendo, durmiendo, leyendo, viendo una película, ...}

La pregunta que se plantea a continuación es casi inevitable: ¿A qué conclusiones podemos llegar si analizamos todas las palabras de un lenguaje en términos de categorías?

(Continuación)

viernes, 21 de marzo de 2008

Sorpresas

Esta misma tarde he entrevistado, por fin, a Fernando Savater. De todas las entrevistas que tenía previstas, esta era la que más me ilusionaba. Sin embargo, contra todo pronóstico, me ha decepcionado.

Después de darle unas cuantas vueltas al asunto, he llegado a la conclusion de que este hombre, probablemente, estaba hoy de mal humor. Es la interpretación más benévola que se me ocurre. Ya sé que todos evolucionamos y que, con los años, se nos atenúa en mayor o menor grado el espíritu rebelde de la primera juventud. Pero Fernando Savater tiene, todavía hoy, muchas cosas contra las que rebelarse. De hecho, incluso se juega la vida desde hace muchos años, y esa sola circunstancia me impide ser beligerante con él.

Pero vayamos por partes.

El primer indicio de que algo iba mal lo he percibido ya en la primera respuesta. "Tengo entendido que tú fuiste ávido lector de novelas de aventuras", he comenzado diciendo. "¿Tu vocación por la filosofía avanzaba paralelamente a aquella afición, o hay un camino que conduce de la novela de aventuras a la filosofía?"

Parece evidente que yo me estaba refiriendo aquí a sus lecturas infantiles. Recuerdo haberle oido, o leído, declarar que en su infancia había devorado las novelas de Sandokán. Mi pregunta parece legítima. ¿Habrá algo en las novelas de los mares del Sur que pudiera incitar a emprender el camino de la filosofía? Pocos más apropiados que él para contestar.

Confieso que me esperaba otra respuesta. No encuentra ninguna relación entre ambas cosas. Ahá. Una pasión infantil y una vocación intelectual: dos compartimentos estancos. Suena un poco raro, pero de todo hay en la viña del Señor. Me pongo en su lugar. Yo estudié física estimulado por los libros de ciencia ficción, y el relato bíblico de la Torre de Babel despertó en mí, a muy temprana edad, la pasión por la lingüística. De hecho, todo lo que leía de niño desataba mi fantasía y mi curiosidad.

Pero ya su respuesta contenía algún elemento inquietante: ha empezado puntualizando que todavía es un lector asiduo de la literatura 'popular'. Cosa que yo no había puesto en duda. "Me consta que eres un lector avezado de todos los géneros", le había dicho yo casi de entrada. Never mind. El primer escollo había asomado a la superficie.

Y era sólo el comienzo. A continuación, una pregunta suavemente provocativa. "¿Contra qué filósofos te sientes más cómodo argumentando?" Yo había construido cuidadosamente mi pregunta. Una cosa es "sentirse cómodo argumentando" y otra es "descartar". Sin embargo, él contesta inmediatamente que "Si son filósofos, no me atrevería a descartar ninguno". La cosa huele a corporativismo. ¿No habrá ningún filósofo nacionalista que a Fernando Savater le agrade rebatir? La Alemania de Hitler tuvo unos cuantos. Por no mencionar a Cioran, con quien Fernando en su juventud parece haber tenido afinidades, y que había empezado siendo un hitleriano declarado.

Naturalmente que uno no rebate personas, sino argumentos, pero, para poder rebatirlos, alguien tiene que haberlos expuesto. Bertrand Russell, filósofo al que él admiró, argumentaba sin cesar contra tirios y troyanos. Mi pregunta era animosa sólo en el sentido intelectual.

Era sólo el comienzo. En ese momento ha empezado la tormenta eléctrica. "Me da la impresión de que estás escurriendo el bulto", he comentado. Entonces él me ha respondido que de ningún modo. Resulta que mi pregunta "en sí misma, es una bobada" y "no tiene contenido". Ver para creer: al pronunciar esas palabras ¡estaba argumentando contra mí! Pero, claro, yo no soy "un filósofo"...

El resto de sus respuestas han sido del mismo tenor. Empezaban descalificando mis preguntas, para a continuación contestarlas. El rifirrafe sobre Sherlock Holmes que ha venido a continuación era en realidad un cruce de afirmaciones con Wikipedia, que es de donde yo había sacado la información sobre Conan Doyle. Todavía no sé si era él, y no Wikipedia, quien tenía razón, pero mi entrevista era sagrada. Yo tenía que guardar la calma, y ni en esa ni en las demás ocasiones he querido polemizar.

En tal tesitura, mi pregunta siguiente venía al pelo, de manera que he aprovechado la ocasión para porfiar un poco en el asunto: "Replantearé mi pregunta: ¿Qué filósofos malditos te caen más simpáticos?"

"Es que tampoco hay filósofos malditos. Sigues estando fuera de tiesto", ha sido el comienzo de su respuesta. La cosa empezaba a sonar ya a lección magistral. Aquí me ha dado la impresión de que el eximio catedrático empezaba a pasarse un poco. Hay una cosa que se llama 'buena voluntad', y a Fernando Savater, por lo visto, hacía tiempo que se le había terminado.

"Ha habido poetas malditos y poesía maldita", me he defendido yo. "¿Por qué la filosofía no puede tener ese privilegio?" "Todos esos que son malditos, lo que les sobra es una letra: muchas veces son 'malitos'. Lo que pasa es que, para prestigiarse, creen que son malditos." Bien. Deduzco, pues, que Baudelaire era un mal poeta y que Nietzsche era un mal filósofo. Para no hablar por hablar, escribo en Google las palabras "Nietzsche maldito", y obtengo 66.700 respuestas. La confusión empieza a apoderarse de mí. A este entrevistado, hoy le pasa algo.

Pero mejor no sigo. Basten para muestra estos pocos botones.

En realidad, todo esto confirma mis sospechas. Excepto Mauricio Sotelo, el adorable Mauricio casi adolescente que conocí en Viena y que sigue manteniendo un espíritu fresco como la primavera, he tenido la impresión de que los demás entrevistados no se esperaban el tipo de preguntas que les he hecho. Lo cual me parece anómalo. ¿Sólo se puede hablar de política en un país normal? En España, al menos, así lo parece.

La vorágine de la política, me temo, ha engullido a los intelectuales españoles. Lo peor de todo: la política, tal como está últimamente planteada en España: en términos de bandos. Hoy seré bueno y no utilizaré la palabra 'sectas'.

Ante una situación así, qué puede uno balbucir. Mejor tomárselo a broma. Recuerdo que, tiempo atrás, se oía una frase que siempre me gustó mucho:

Que paren el mundo, que me quiero bajar.

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miércoles, 12 de marzo de 2008

Ciudadano López

El ciudadano terráqueo López XH98 dejó en el suelo su escafandra interestelar y se acercó a mirar la vieja radio. A aquellas horas, el mercadillo del planeta Neptuno bullía de actividad. En su mayoría, pensionistas aburridos, como él, que llevaba ya cuarenta años de jubilación dando vueltas por la Vía Láctea. La radio era muy antigua. Nunca había visto un modelo como aquel, tan verde y tan dócil. Se inclinó sobre el aparato, le acarició la rodilla, y enarcó las cejas, sorprendido. Vivía todavía. Tiene varios siglos, dijo entonces el vendedor. Pero, ¿funciona? Acérquese a escuchar: es la que está sonando. Entonces López se encogió de hombros y ofreció al vendedor su huella dactilar. Por dos miserables biocréditos tendría entretenimiento para unos cuantos días en la tediosa pensión de Saturno.

...

jueves, 21 de febrero de 2008

Castro (Fidel)

Buenas noticias: Fidel Castro, el Comandante, el hombre que hizo la Revolución para convertir la prosperidad en miseria, la libertad relativa en opresión totalitaria, y aquella alegre La Habana de vida disipada en un gigantesco lupanar, renuncia a la Jefatura del Estado cubano (aunque seguirá siendo Secretario General del Partido Comunista). La siguiente buena noticia será su desaparición del mundo de los vivos.

Visité Cuba allá por los años 80. La alegría vital de los cubanos, en medio de aquella penuria y de aquella sórdida opresión burocrática, me impresionó. Desde entonces, Cuba es mi país soñado, el país donde me gustaría vivir. Pero no antes de que sobrevenga la segunda buena noticia.

Como testimonio de aquel viaje escribí un ecléctico soneto. En él intenté reflejar las impresiones contrapuestas que me causó el país, aquel trozo exuberante del Caribe atrapado en una camisa de fuerza policíaca que llegaba hasta los últimos rincones de la vida privada, la maraña de plantas industriales, sucias e ineficientes, que oscurecían el horizonte cuando entré por carretera a La Habana... y la vitalidad inagotable de un pueblo humillado, encarcelado y racionado pero siempre rebosante de alegría y buen humor:

PATRIA O MUERTE
(La Habana)

En ti, dos ojos verdes periscópicos
de fabulosos tríglifos soviéticos
que surcan, entre nervios antitéticos,
tu piel de oscuros seres alotrópicos.

Selvas de mástiles estroboscópicos
tachan tu cénit de humos verdiacéticos,
y reflejan tus índigos miméticos
eléctricos azúcares higrópicos.

-Con ron, bien van las colas para el pan.
-Por un cupón me dan un calcetín.
-Sin ton ni son no baila el camarón.

(Mas danza el dólar, y tras él se van
los negros, sin objeto ni confín,
por las ruinas sin fin del malecón.)

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domingo, 17 de febrero de 2008

Mi hit parade

Gracias a uno de esos servicios gratuitos que uno encuentra fácilmente buscando por la Web, voy consultando con cierta frecuencia las estadísticas de este blog. Y me he llevado algunas sorpresas. ¿De dónde provienen mis lectores? ¿Qué venían buscando? He aquí un pequeño resumen.

El mayor éxito hasta ahora lo han cosechado las frutas. Para mi gran sorpresa, una mayoría de lectores buscaba nombres o caricaturas de frutas; alguno que otro deseaba conocer peliculas con nombre de fruta, y no pocos querían averiguar la clasificación taxonómica de la manzana. Eso sí, con un cierto componente cosmopolita: en español, en inglés e incluso en latín. ¿Qué frutas? Principalmente la ciruela, la pera y el mango, aunque algunos habían oído hablar de la leyenda del tomate, y querían más precisiones al respecto.

En segunto lugar están los que buscaban caricaturas, o caricaturas de Pompeya, o de Ricky. No sé si ese Ricky era yo, pero en cualquier caso me temo que mi blog los ha defraudado. Lo siento, queridos lectores.

Pero no hay que desesperar. También he sido objeto de consultas más cultas: un porcentaje no desdeñable quería información sobre Albert Boadella. En esto, algo he podido aportarles. Pero si aún me estáis leyendo, amigos lectores, no desesperéis. Dentro de pocos días el podcast de Ricky Mango os ofrecerá una larga e interesante entrevista con Albert Boadella, que nos hablará de teatro y literatura. ¿Demasiado intelectual para los que buscan la taxonomía del tomate? Escuchadla primero, y después me diréis: al pie de las entradas de mi blog hay siempre un pequeño enlace donde podéis dejar vuestro comentario. Me encantará leerlo.

A mucha distancia, otros lectores acudían sedientos de noticias sobre el blog de Laura Garcia, Lee Smolin, Un mundo feliz, Flaubert y España, Mauricio Sotelo, o Jacques Lacan.

A algunos les habrá defraudado averiguar que no es mucho lo que les he aportado. Por ejemplo, a quienes buscaban un resumen de The Big Sleep, o información sobre Valle-Inclán y la política española. Prometo tenerlos en cuenta en alguna futura entrada.

Doce lectores preguntaban por las nuevas siete maravillas (del mundo, imagino), y uno de ellos preguntaba por el ganador de las siete maravillas… pero de Almería.

Unas cuantas búsquedas eran un tanto enigmáticas. Helas aquí:

Libros prohibidos en los años de plomo en Marruecos
Escala taxonomica del caracol manzana
Cuyos habitantes los Almería

La más enigmática de todas:

Hércules Urgel

Me he encontrado también con búsquedas muy detalladas. Hay usuarios que parecen acudir a Google como antaño algunos acudían al Oráculo. Por ejemplo, cuando buscan:

El entierro del Conde Orgaz ocultaba los restos del noble
Qué estaba ocurriendo en el mundo en la época en que vivía Isaac Newton

Los hay que confiesan sin saberlo ideas perturbadoras que, tal vez, los atormentan: "¿Es bueno el mango para el higado?" "Por qué el mango es malo para el higado" "Qué significa soñar con mangos"

Pues, la verdad, yo no lo sé.

En otro orden de cosas no han faltado, naturalmente, los que rozan con sus preguntas el terreno erótico ("diosa del amor Laxmi")... o, incluso, se adentran valientemente en él. Un lector, por ejemplo, quería información sobre el método karezza. Otro solicitaba ambiguamente información sobre "el tamaño", y otro, más gráfico, buscaba simplemente la palabra "mojada". Tal vez era algún habitante de un país lluvioso...

También he defraudado a aquel o aquella visitante que buscaba "hombres con torso velludo". Lo siento. Igualmente lamento no disponer de dato alguno sobre el "club de alterne Campohermoso". Imperdonable, lo sé, pero es que no salgo mucho de casa últimamente.

Sin embargo, la investigación que más me ha conmovido ha sido la de este usuario de Google que, probablemente, recorría desesperadamente la Web a la caza de vídeos de YouTube buscando:

yotuve Almería

No me preguntéis si los encontró.

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viernes, 15 de febrero de 2008

El ruido, el silencio

Hay luchas eternas, bíblicas, mitológicas, consustanciales al ser humano, como la lucha entre el Bien y el Mal. Pero hay también guerras de desgaste que se libran paso a paso, minuto a minuto y día a día. Peor aún: entre dos frentes. Como la guerra entre el ruido y el silencio.

Es una pugna polimórfica. A veces, uno ha de luchar por el silencio, y a veces contra él. El silencio son los amigos que enmudecen, las puertas cerradas de los clanes, la ceguera voluntaria del envidioso, la indiferencia del esclavo feliz. El ruido son las sirenas de los bomberos, la hojarasca banal de las conversaciones, las cantinelas ideológicas, la música estruendosa de los lugares públicos, las retahílas de papagayo aprendidas de los mass media.

Ambos son terribles. El ruido irrita, pero el silencio duele. ¿Cómo se habría sentido Robinson Crusoe en una isla desierta repleta de altavoces que emitiesen constantemente anuncios de cocacola, o videoclips musicales?

Pero el fuego y el agua templan el acero. Entre el silencio de los que envejecen y el ruido de los que no tienen nada que decir hay un áspero camino, erizado y agotador, en el que uno ni se quema ni se ahoga. Es un ascenso que en ocasiones se antoja interminable y que, a veces, parece no ser otra cosa que un viaje de Sísifo.

Se me había ocurrido divulgar mi reciente entrevista a Hermann Tertsch mediante los medios de comunicación online. Acostumbrado a visitar sitios web en inglés, había pensado que, si encontraba la noticia o la columna adecuada al tema de la entrevista, podría insertar un comentario de utilidad para quienes pudieran estar interesados.

Pero, en español, los periódicos, revistas, televisiones y radios por Internet están blindados. A piedra y lodo. Monologan. Se miran el ombligo con delectación. Cuentan con un tipo de lector feudal, consumidor y obediente que sólo podrá ingresar en la camada si aprende a tomar partido, a dejarse manejar, a aceptar consignas. El viejo estilo.

Pobres ancianos. Intentan hacer la guerra en un medio que es perfecto para la guerrilla. Un blogger no necesita un imperio de micrófonos, estudios, cámaras e imprentas para influir en miles de personas: sólo necesita una red. Mientras los poderosos, un poco atónitos, insisten en lanzar su caballería y sus tanques para imponer su tradicional derecho de pernada, a su alrededor, lenta pero inexorablemente, se van tejiendo redes. Tarde o temprano, los poderosos tendrán que abrir sus puertas (y sus ventanas).

Y cuando lo hagan se encontrarán con que, mientras ellos defendían su inexpugnable línea Maginot con prepotencia de dinosaurio, el mundo que se había ido gestando allá afuera no será ya un rebaño de borreguitos dóciles y anónimos. Será un mundo de redes.

Entonces se darán cuenta de que están rodeados.

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domingo, 10 de febrero de 2008

Un explorador

"De hecho, no soy en absoluto un hombre de ciencia, ni un observador, ni un experimentador, ni un pensador. Soy, por temperamento, nada más que un conquistador -en otras palabras, un aventurero-, con toda la curiosidad, osadía y tenacidad características de ese tipo de persona." Sigmund Freud

Desde muy antiguo, Sigmund Freud desempeñó en mi vida un papel importante. Cuando en la Facultad los marxistas me hablaban de Marx, yo les replicaba con Freud, y a sus explicaciones en términos de 'masas' yo replicaba con mi énfasis en la 'consciencia' del individuo y en la lucha contra las convenciones sociales. Freud fue para mí un descubrimiento porque sus teorías, con aquel lenguaje racionalista de la física del siglo XIX, 'explicaban', en el plano del ser humano, esquemas aprendidos y repetidos que se habían convertido en automatismos de nuestro comportamiento.

Él convirtió el papagayo que todos llevamos dentro en un ser humano. Un ser humano falible, como los dioses del Olimpo, pero, al igual que los dioses del Olimpo, sin sentimiento de culpa.

Quizá la herencia del cristianismo que más daño ha hecho a Europa ha sido el sentimiento de culpa. Una vez inculcado, el sentimiento de culpa nunca desaparece, pero se mitiga con la obediencia, y la obediencia implica un patriarca, un territorio, una ideología: la obediencia genera sectas, mundos cerrados. El dios de Abraham, ese gran manipulador, creó a sus criaturas sabiendo que desobedecerían para, a continuación, expulsarlas del Paraíso y castigarlas con el pecado original.

Freud inauguró la cantera de los códigos da Vinci con aquel ensayo suyo magnífico sobre un recuerdo infantil del genial Leonardo. Y, con su ensayo sobre el Moisés de Miguel Angel, demostró a los dramaturgos que, construyendo el background adecuado, una imagen estática podía tener una fuerza escénica tan demoledora como la de una tragedia griega. Su obra fue un Renacimiento hacia el interior de la mente: gracias a él, los mitos de nuestra antigüedad retornaban, transformados en pasiones eternas, y fueron el germen de la destrucción de aquel mundo puritano e hipócrita en que la vieja Europa se había convertido.

Y la savia nueva de todos aquellos Sísifos, Electras, Antígonas, Edipos y Yocastas abrió las puertas al movimiento Dadá y al surrealismo.

Pero además creó un lenguaje racional para abordar el funcionamiento de la mente. Un lenguaje basado en la física de Helmholz, muy diferente de los conceptos de la psicología actual, tan anglosajona, que analiza la psique en términos de 'cajas' y máquinas de Turing.

El psicoanálisis nunca llegó a ser ciencia, pero abrió caminos. Cuando las modas actuales pasen -como es su sino- de moda, alguien apartará la maleza que, entre tanto, ha crecido sobre ellos, y seguirá explorando.

Sigmund Freud era un hombre singular. Aprendió español sólo para poder leer el Quijote en versión original. Y hablaba fluidamente el griego clásico. En su primer viaje a Grecia, apenas descendido del tren en la estación de Atenas, tomó un taxi y se dirigió al conductor hablándole en el griego de Sócrates... sin ningún éxito, naturalmente.

Tenía también sus manías. Acudía siempre a las estaciones con cuatro o cinco horas de antelación, para estar seguro de no perder el tren. Y el hábito de fumar, esa fijación oral tan inconfundible para un psicoanalista, no lo abandonó hasta el final de sus días. Su antiguo domicilio, en la Berggasse 19 de Viena, conserva de aquellos tiempos únicamente un arcón, un perchero y, en las paredes, fotografías de su antiguo despacho, aquel pequeño museo arqueológico que él mismo iba acumulando.

El resto de sus enseres, junto con su familia, emigraron con él a Londres. Las juventudes nazis de Viena habían engordado demasiado, y se comían la ciencia y la cultura con la misma glotonería -y zafiedad- con que seguramente devoraban los Kuchen de la abuela antes de salir a la calle, correajes e insignias sobre las camisas pardas, a demostrar que los arios, naturalmente, son superiores.

Hicieron falta setenta y dos millones de muertos para demostrarles que no tenían razón.

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martes, 5 de febrero de 2008

Autopista

Aranjuez era el comienzo virtual de mi novela inconclusa 'Ruede la Luna'. Allí un Rey imaginario, repentinamente abandonado de todos -servidumbre y dignatarios extranjeros-, comprendía que para huir de aquel lugar no tenía más remedio que agacharse, hacer girar plebeyamente la manivela que ponía en marcha el motor, sentarse al volante y confiar en que la carretera que salía de Palacio condujera a algún lugar seguro. O, simplemente, a algún lugar.

Escribí la escena de memoria, porque no había regresado a Aranjuez desde que tenía 8 o 9 años, cuando el padre de mi amigo Paquito me invitó a hacer el viaje con ellos en un Citroën 'Pato' de segunda mano que se acababa de comprar. Entonces era primavera. Ahora era invierno. Entonces había una carretera desde Madrid. Ahora hay un enjambre de autopistas entrelazadas, un laberinto apocalíptico donde lo inverosímil es encontrar el camino deseado simplemente guiándose por las señalizaciones.

Después de mirar el mapa concienzudamente, el conductor sale de Aranjuez con el ingenuo propósito de alcanzar rápidamente la autovía de Valencia. El día es gris, infame. Llovizna. Los carriles de la primera autovía a la que accede se bifurcan, se multiplican, ascienden y descienden. Un reguero inacabable de camiones con jorobas gigantescas oculta las señales de tráfico hasta que el automóvil pasa justamente debajo de ellas: demasiado tarde. El conductor reduce la velocidad. Otros automóviles protestan a golpe de claxon. El camión que va delante se distancia, pero otros camiones alcanzan a su automóvil, lo adelantan, y el letrero informativo que estaba a punto de asomar desaparece de nuevo detrás de otros paralelepípedos humeantes.

Cuanto más reduce la velocidad, más camiones lo adelantan. A su alrededor, el paisaje es yermo, calizo, gris sucio. Por fin, un letrero: M-50, R3, R4, M15, M-306, A-3, E-51, Madrid, Aranjuez, Ocaña, Toledo, Córdoba. ¿Cuál de esas direcciones conduce a Valencia? Ha de tomar una decisión ya. En una autovía abarrotada de vehículos no puede detenerse a pensar. Se decide por Córdoba. Y tiene suerte. Un kilómetro después, otro letrero: Toledo, Tarancón. Lo sigue. Se relaja.

Pero el letrero siguiente reza sólo Toledo. Tarancón ha desaparecido. El cielo está cubierto. Si al menos se viera el sol, podría orientarse. Continúa hacia Toledo. Ve pasar una prisión, un campo árido, feo, desolado. Una angustia existencial se apodera de él. Miles de seres humanos viajan por aquellos laberintos diariamente, como ratas de laboratorio. Aquella pesadilla forma parte de sus vidas cotidianas. ¿A cambio de qué?, se pregunta. Añora su bicicleta, la sensación de libertad mientras pedalea a través de los jardines bajo un cielo azul, sin humos ni prohibiciones ni tubos de escape a su alrededor.

Pero la carretera se prolonga hacia Toledo, y a esas alturas ya ha comprendido que viaja en la dirección contraria a la que él pretendía. Da media vuelta y, después de varios kilómetros, regresa a la autovía. Empezar de nuevo. Dirección: Córdoba. Unos kilómetros más, y se encuentra otra vez... en Aranjuez. Direcciones: Madrid, Albacete, Córdoba. M15, R5, E02, A13, M324, R7, R6, R5, M215. Esta vez opta por Albacete. Muchos kilómetros después, vuelve a encontrarse con el letrero que indica la dirección a Tarancón. Respira hondo. Pero en el siguiente letrero Tarancón vuelve a desaparecer. Madrid, Ocaña, Albacete, Alicante. Y Córdoba. Por todas partes Córdoba. Siempre Córdoba.

Está a punto de tirar la toalla y pernoctar esa noche en Córdoba cuando descubre por fin la desviación que conduce a Tarancón. Pero Tarancón vuelve a desaparecer en los letreros subsiguientes. Para no perderse otra vez en un dédalo de autovías, decide salir e internarse en Ocaña. Un pueblo sórdido, desconchado, desolado. La España profunda. El automóvil se estremece, salta al pasar por los montículos que atraviesan la calzada para reducir la velocidad. En los cruces frena, lee desesperadamente todos los letreros de tráfico. Centro urbano, Ayuntamiento, Mercado, Biblioteca Municipal. Ni rastro de Tarancón. Los automóviles que vienen detrás tocan el claxon, con furia.

Se detiene. Pregunta. ¿Por donde se va a...? Muy fácil, le responden. Siga por la derecha (señalando con la mano a la izquierda), ya verá la Feria, y luego dé la vuelta hacia Correos. Pero ¿dónde es la Feria? Muy fácil: como si fuese al polígono industrial, pero del lado del campo de football. Verá un semáforo, nada más pasar el bar de los mellizos...

Decide ignorar las instrucciones de los neanderthales y salir hacia las afueras. Necesita aire. De pronto, milagro: la carretera de Tarancón. Le molesta el cinturón de seguridad. Se lo quita. Un pitido intermitente lo conmina a abrochárselo. Abre la ventanilla. Todo es una pesadilla. El coche que lo lleva es una jaula, y él es un pollo anónimo alimentado con soylent green. Para calmar el nerviosismo, enciende un cigarrillo. Apenas lo ha encendido, ve a lo lejos la figura de un guardia civil.

Debe tirar el cigarrillo, pero en el automóvil no hay ceniceros. El copiloto recoge su cigarrillo y esconde el que, a su vez, acababa de encender. El guardia civil le señala la cuneta. Se pone frenéticamente el cinturón de seguridad y obedece. Ya en la cuneta, el agente le informa de que no puede seguir hacia Tarancón. Un accidente muy grave ha cortado la circulación. Entonces, ¿por dónde debe desviarse? El agente de tráfico se encoge de hombros. No lo sabe. Sic. El conductor deberá encontrar una vía alternativa.

Dos horas después de salir de Aranjuez, llega por fin a Tarancón. Dos horas para recorrer cincuenta kilómetros. El viaje apenas ha comenzado, y está ya agotado. Se detiene junto a una gasolinera a comprar un bocadillo. El camarero también es neanderthal. Mientras mastica el sandwich frío, contempla el paisaje lunar ensuciado por la llovizna y, a lo lejos, la autovía recorrida por camiones rugientes y jaulas sobre ruedas. Comprende que, sin que nadie se dé cuenta, Big Brother ha llegado, y está allí para quedarse.

¿Cómo resumiría aquella experiencia? Prohibiciones, prohibiciones, prohibiciones. Laberintos, soledad, fealdad, jaulas, cinturones, cláxones, pitidos, policías, letreros, códigos, señales, analfabetos, semáforos, advertencias. Bienvenido a la civilización.

Y, por unos instantes, cierra los párpados y, mientras mastica el pan áspero con queso extraído de un envase de plástico, sueña con la quimera más lejana posible en el espacio: la Polinesia... Tal vez la verdadera civilización no sea mucho más que una cabaña junto al mar, una bicicleta, una caña de pescar y un piano frente a una ventana tras la que susurran las palmeras.

 
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