domingo, 10 de mayo de 2009

Los otros dos libros

Los otros dos libros que he leído recientemente son en realidad uno y medio. 'The Age of Fallibility', del famoso magnate George Soros, ofrece una visión del mundo interesante que, sin embargo, no me ha dejado huella. Lo he dejado sin terminar. Dos cosas he retenido de él: está escrito en un estilo magnífico, preciso e inteligente, y me ha sorprendido saber que Soros se declara discípulo de Popper, en cuya filosofía ha sentado las bases de sus teorías. Que, por cierto, le han permitido amasar una fortuna exorbitante.

El otro libro, en cambio, me ha apasionado desde la primera línea. Lo descubrí buscando en Amazon obras de Daniel Everett, el polémico estudioso de la lengua de los pirahá. En casi treinta años de convivencia discontinua con la tribu amazónica de los pirahá, Everett ha llegado a la conclusión de que al menos una lengua hablada por seres humanos no es recursiva. Sus conclusiones, naturalmente, han puesto a la grey chomskyana en pie de guerra.

Pero no sólo ha descubierto eso. Los pirahá son refractarios al concepto de número y al aprendizaje de otras lenguas, no tienen nombres específicos para los colores, no conservan mitos ni recuerdos de sus antepasados y carecen de sentimentos religiosos. Inicialmente, Everett acudió a aquella tribu como misionero de una congregación protestante. Su misión: aprender lo suficiente de su lengua para traducir la Biblia al pirahá.

El título del libro es seductor: "Don't sleep, there are snakes". La selva está plagada de insectos y alimañas, y abandonarse al sueño en una cabaña rodeado de mosquitos, serpientes y arañas venenosas no debe ser cosa apetecible. Sin embargo, no es sólo eso lo que induce a los pirahá a dormir lo menos posible. Los pirahá consideran el sueño como un acto de debilidad y, posiblemente, una pérdida de tiempo. En la selva la vida es dura, y la esperanza de vida, breve. Los pirahá pasan las noches en torno al fuego, bromeando y charlando, y rara vez se permiten el lujo de dormir varias horas seguidas. Por eso, un tanto irónicamente, su forma de decir "hasta luego" es precisamente la frase que da título al libro: "No duermas; hay serpientes".

La formidable dificultad de la lengua pirahá, acentuadamente glotal, carente de oraciones subordinadas y construida con un número exiguo de vocales y consonantes, indujo a Everett a estudiar lingüística y, con el correr de los años, a publicar sus conclusiones en varios artículos científicos. Según Everett, la estructura mental de los pirahá está condicionada por un principio extralingüístico (él lo llama 'cultural'): no procesar mentalmente ninguna afirmación que no provenga de su propia experiencia, o de un interlocutor vivo a quien ellos conozcan personalmente. El carpe diem como forma de conocimiento.

Este principio explicaría que los pirahá no conserven, no ya leyendas, sino ni siquiera recuerdos de sus antepasados. Y, por supuesto, las dificultades insalvables con que Everett se encontró para referirse a un personaje tan remotamente indirecto como Jesucristo.

Con el tiempo, Everett fue olvidándose de la Biblia. El descubrimiento de una filosofía de la vida -y de una organización social- aligerada de los rígidos imperativos morales de su religión lo fue alejando cada vez más de sus orígenes. Los pirahá llevaban una vida dura, y pocos llegaban a viejos, pero eran felices. Finalmente, un día decidió hablar: había perdido la fe.

La decisión, imposible de aplazar por más tiempo, cambió su vida. Su familia, su trabajo y sus fuentes de ingresos estaban inseparablemente unidos a su religión. Desaparecida la fe, había que reconstruirlo todo. Su mujer se divorció de él, y los misioneros le retiraron el subsidio. Everett no era ya un evangelizador que aspiraba a conducir a aquellas criaturas por el camino del bien. Eran los pirahá quienes, sin saberlo, lo habían conducido a él a un territorio inesperado: el reino del dios Pan.

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sábado, 9 de mayo de 2009

Tres libros

Mi madre solía contarnos en casa historias de la guerra civil. La familia de mi madre y la de mi padre fueron republicanas, y casi todos los varones de sus dos familias participaron en la guerra. Mi tía Alegría había comido amapolas para calmar el hambre. Mi tío Valentín pintó un famoso cartel que colgaba de no sé qué fachada emblemática de Madrid: "Más vale morir de pie que vivir con vilipendio" (esa es la versión que yo siempre oí; la más conocida dice 'vivir de rodillas'). Su hermano Julio pasó el bombardeo de Guernica en las alcantarillas de Guernica, y mi padre estuvo condenado a muerte por el bando franquista. Yo fui conociendo todas estas cosas con el paso de los años, y mi visión de aquel episodio de la historia de España estaba, naturalmente, marcada por aquellas historias.

Mi madre nos contaba cómo toda su familia corría a los refugios cuando sonaban las sirenas, cómo con la costumbre llegaron a hacer caso omiso de esas mismas alarmas, o cómo un obús había atravesado el edificio donde ellos vivían (cuando todavía iban al refugio, es de suponer) y había dejado un agujero vertical que atravesaba de arriba a abajo la cocina. Todas aquellas eran historias vividas en carne propia, pero también nos relataban otras historias que conocían de oídas, y que probablemente eran moneda común en aquella época de poco más que radio, teléfono y boca en boca.

Aquellos relatos tenían aire de leyenda, y probablemente casi todos lo eran. La escena de Manolete toreando y estoqueando a prisioneros del bando republicano sonaba como uno de aquellos cuentos siniestros de los hermanos Grimm, y seguramente no muchos españoles creían a ojos ciegas que los rojos tenían cuernos y rabo como los diablos. Pero en casa teníamos radio, y yo era un gran aficionado a los programas radiofónicos. Por eso, las historias del general Queipo de Llano borracho soltando improperios desde los micrófonos de Radio Sevilla no me parecían tan mitológicas. Pero tampoco llegaba a imaginármelas como reales. Simplemente, eran radiofónicas.

Hace unos meses me enteré de la publicación de las memorias de Queipo de Llano, milagrosamente descubiertas hace poco tiempo, casi íntegras, entre los papeles del general. Sentí curiosidad, y compré el libro. Me pareció una buena manera de contrastar la guerra civil vista desde el otro bando con las versiones que yo tradicionalmente había oído de mi familia. Tres cuartos de siglo después, sigue habiendo en España dos versiones contrapuestas de aquellos acontecimientos, y entre esas dos corrientes de un mismo río me resulta muy difícil nadar en línea recta. Mi abuelo, republicano convencido, era una persona sensata y honrada, y con el paso del tiempo yo también fui conociendo personas de derechas decentes y entrañables. Es evidente que la guerra civil, sean cuales fueren sus causas reales, fue un cúmulo de excesos por ambas partes, y con esa premisa me esfuerzo ahora por abordar los libros de historia.

Efectivamente, el general Queipo de Llano no bebía. Es probablemente cierto que todos los autobiógrafos mienten, y Queipo de Llano sin duda no era una excepción, aunque sólo fuera por contar únicamente los aspectos buenos de su biografía, escamoteando los más sórdidos. El general asegura una y otra vez que su lealtad a Franco era inquebrantable pero, conocedor sin duda del largo historial conspiratorio de Queipo, Franco nunca se fió de él, y terminó exiliándolo educadamente en Roma.

Me contrarió descubrir que en sus memorias el general apenas hace una mención de pasada a sus alocuciones radiofónicas. Él se refiere únicamente al valor estratégico de la radio, y en eso fue un visionario. Pero la bebida no le sentaba bien, y sus discursos ante el micrófono los pronunciaba sobrio. Con todo esto mi curiosidad crecía, y en Internet encontré por fin breves grabaciones de su voz, por desgracia demasiado breves para hacerse una idea cabal. Pero el tono de su voz no cuadraba con la imagen de aquel caballero de honor que él pinta de sí mismo en sus memorias. No he sacado ninguna conclusión, porque no me creo capaz de imaginarme el contexto social en que se desarrollaban aquellos hechos.

Confieso que en algunos momentos he sentido simpatía por el protagonista de aquellas memorias. Por ejemplo, cuando pone en evidencia la mediocridad de Franco como estratega bélico, o cuando expresa abiertamente su desprecio hacia los fascistas italianos y los falangistas. Pero su admiración incondicional por el régimen nazi y su antisemitismo me produjeron escalofríos. Por eso, cuando finalmente terminé la última página del libro, sentí que me había quedado igual que estaba al empezar a leer la primera.

Mala suerte. Entre tanto no lleguen los debates desapasionados y la visión objetiva que la historia de España necesita, me temo que seguiré condenado a nadar contra... corrientes.

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