domingo, 23 de agosto de 2009

Reductos de libertad

Oí en la radio anoche que el Gobierno mexicano ha despenalizado la posesión de 'drogas' en pequeñas cantidades. Es un pequeño paso en la buena dirección, por la que todos los países, tarde o temprano, tendrán que transitar. Sólo un prejuicio largamente arraigado, fomentado desde el poder, está impidiendo desde hace muchos años que la marihuana, la cocaína o la heroína estén en pie de igualdad legal con el Prozac, el alcohol o la ropa interior.

He dicho ropa interior, sí. Es cierto que la ropa interior no altera la conciencia, pero la heroína tampoco. Ambas reportan bienestar físico, y ambas producen síndrome de abstinencia cuando su consumidor deja de usarlas. La ropa interior es una droga cultural, es decir, artificial. Los opiáceos, en cambio, utilizan en nuestro sistema nervioso los mismos receptores que una sustancia segregada por nuestro propio organismo: la endorfina. ¿Estamos enamorados? ¿Nos acaba de tocar la lotería? ¿Hace un día radiante y estamos de vacaciones? Sin que nosotros seamos conscientes, la endorfina está afluyendo a las sinapsis de nuestras neuronas y haciéndonos sentir 'felices'.

También es cierto que la droga mata. Igual que la aspirina, el whisky o el agua. Todo depende de la dosis. Inyecte usted una dosis suficiente de heroína en sus venas, y sus pulmones dejarán de respirar. Beba usted una cantidad suficiente de agua, y el desequilibrio entre los iones sodio y potasio reventará la membrana de sus células. Desde luego, el mundo es muy grande, y siempre habrá algún idiota que se beba en una fiesta veinticinco cubalibres seguidos, o algún suicida que ingiera de una sola vez un frasco de benzodiazepinas. Por cierto, también los automóviles matan, y mucho, y no por eso los han prohibido.

Aunque en estos primeros años del siglo XXI el mundo camina hacia el totalitarismo paternalista, todavía quedan algunos nichos de libertad, reservados a unos pocos. A los paracaidistas, por ejemplo, nadie los obliga a lanzarse al vacío con un colchón en el trasero, igual que nadie prohibe a ningún alpinista abordar la variante polaca del Aconcagua. Todo lo más, se les requerirá que hayan cumplido la mayoría de edad. El resto, es decir, la formación y la información aconsejables para emprender una práctica de riesgo, se deja a su propia responsabilidad.

Y lo es. Sólo yo puedo ser responsable de unos actos que a nadie pueden dañar más que a mí mismo. Es comprensible que haya normas de circulación en carretera, porque un accidente automovilístico puede poner en peligro la vida de otras personas, pero ¿a quién perjudico si decido superar el récord de inmersión libre o de hamburguesas ingeridas por minuto, si me sumo a un ritual de hongos alucinógenos en la Sierra Mazateca o si persevero en una dieta rica en colesterol?

En Occidente, la explosión del consumo de drogas se produjo en los años 70. Hasta entonces, las 'drogas' eran habituales en determinados núcleos sociales, generalmente reducidos. Había ex-legionarios que fumaban su kif apaciblemente en pequeños bares del centro de Madrid. En Andalucía, algunos campesinos daban a sus niños infusiones de adormidera antes de acostarlos, y la recolección del cáñamo para hacer alpargatas era una tarea particularmente gozosa que formaba parte del ciclo de vida agrícola, del mismo modo que la vendimia. Y más de un médico se administraba regularmente láudano, sin que se tenga noticia de que ello afectase a su competencia profesional.

Al igual que el café o la tila, todas esas sustancias estaban integradas en la vida de sus consumidores, que conocían sus límites. En los años 70, como sucedió en los años 20 con el alcohol en Estados Unidos, todo se enturbió. La prohibición y, consiguientemente, la falta de información, estimuló a los más jóvenes al consumo indiscriminado, creó un siniestro mercado negro, encareció exorbitantemente el producto y, lo peor de todo, dio origen a la adulteración.

Porque, en la mayoría de los casos, lo que de verdad mata no es la droga, sino las sustancias con que los traficantes la adulteran. Alheña, Avecrem, estricnina, glucosa y hasta polvos de talco son algunos de los aditivos con que los vendedores sin escrúpulos 'inflan' la sustancia vendida para multiplicar sus ganancias. Un amigo médico que estaba haciendo un estudio sobre el consumo de cocaína en Suiza me dijo que, de todas las muestras de 'perico' que habían comprado en la calle, la más pura contenía tan sólo un 2% de cocaína.

Acostumbrado a cantidades así, el yonqui que un día tiene la mala suerte de comprar una papelina al 98% se inyectará, sin saberlo, una dosis 50 veces mayor de lo que su organismo solía recibir. Si la heroína se vendiera en las farmacias con receta, del mismo modo que el diazepam o los narcolépticos, el consumidor podría conocer exactamente el precio, la calidad y la cantidad de lo que está tomando, el prospecto le informaría de las contraindicaciones y efectos secundarios, y... lo mejor de todo: los grandes cárteles de la droga tendrían que dejar las armas y pagar impuestos.

Esa misma falta de información impide a la población -especialmente a los jóvenes- saber de antemano cuáles son los efectos de las 'drogas'. Posiblemente esa información no sea disuasoria, del mismo modo que el vergonzoso espectáculo (legal) de una borrachera no evita unos cuantos millones anuales de muertes por cirrosis y por accidentes de tráfico. Pero tal vez podría ayudar a alguien a beneficiarse de manera responsable de los efectos positivos de algunas sustancias.

Que no siempre son gratuitos. Buena parte de la publicidad de prensa y televisión, por ejemplo, está ideada bajo los efectos de la cocaína aunque, a nivel personal, el precio suele ser un tabique nasal de platino y algún que otro brote de paranoia. Pero el cánnabis es beneficioso para muchos pacientes que reciben quimioterapia o padecen el síndrome de Tourette y, aunque pocos lo saben, es incluso un buen antibiótico por vía tópica. Es más, la lucidez mental y sensorial que el cánnabis proporciona a quienes lo consumen -en dosis que no lleguen al extremo de alterar la conciencia- es, según los propios usuarios, muy enriquecedora.

Hace dos o tres años pasé unos días en Amsterdam coincidiendo con la celebración de un campeonato europeo de football. A ambos lados del canal Oudezijds Voorburgwal, casi frente por frente, podían verse las terrazas de dos bares. En una de ellas los clientes, borrachos, gregariamente vestidos con las mismas camisetas, gritaban salvajemente, ensuciaban el suelo y desprendían un cierto aire de milicia nazi. Frente a ellos, en el coffee shop de la orilla opuesta, clientes de las edades y países más diversos fumaban sus porros sin prisa y charlaban amistosamente, incluso entre desconocidos.

Eran dos filosofías contrapuestas de la vida. El lector inteligente sabrá deducir con cuál de las dos simpatiza Ricky Mango.

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sábado, 15 de agosto de 2009

Amistad, amor

El otro día llevé por fin a enmarcar un cuadro que le compré tiempo atrás a mi antigua amiga Irene, pintado por ella. Ha sobrevivido ya a tres mudanzas, y hacía tiempo que andaba de acá para allá, sin un marco que me permitiera colgarlo en una pared. Pocos días antes, el día de mi cumpleaños, me había llegado un SMS de mi antigua amiga Tere, sugiriéndome una reconciliación. En agosto la gente suele estar de vacaciones y, de todos modos, yo ya no tengo cerca amigos con quienes festejar mi cumpleaños, de modo que este año lo celebré regalándome un piano y tomándome una copita de Baileys al final de la comida. Mientras acariciaba las teclas de mi nuevo piano, o tal vez mientras paladeaba el cremoso licor en la penumbra de la sobremesa, me vinieron sin querer a la memoria otros 7 de agosto no muy lejanos: los que solía celebrar en Archena con Vicente y su familia.
A diferencia de Tere o de Irene, Vicente no me ha llamado ni escrito pidiéndome una reconciliación. De hecho, formalmente ni siquiera ha habido una ruptura. Simplemente, yo estaba cansado de ser siempre el que tomaba la iniciativa de llamar o acudir de visita, y un día decidí esperar. De esto hace ya cuatro años y, de todas las ausencias que se han abierto en mi vida desde septiembre de 2001, ésta es la que más me duele.

Naturalmente, yo sospechaba ya algo cuando decidí sentarme a esperar una llamada de Vicente. Mis sospechas apuntan en varias direcciones, pero bien podría haber otras: la etiqueta, la impuntualidad o el olor de pies. Vaya usted a saber.

¿Vaya usted a saber? Desde luego, todos tenemos nuestras manías y nuestras peculiaridades, pero para romper una verdadera amistad tendrían que mediar razones de peso. Ahora bien, ¿cómo pesarlas?

En eso pensaba yo el otro día mientras mis dedos estrenaban el nuevo piano bajo una partitura de uno de mis temas de jazz más queridos: Round Midnight, del inimitable Thelonius Monk. Vicente no llegó a entrar en la Universidad porque eran muchos hermanos, y en casa empezaba a echarse en falta un segundo sueldo. El era el mayor de todos, y su padre le consiguió trabajo en un banco. Unos cuantos años después, cuando tenía ya asegurados un puesto de trabajo y un sueldo que para mí en aquellos tiempos era exorbitante, Vicente decidió dejar el banco, comprarse un piano y dedicarse a la música. Para mí, aquella decisión lo convirtió en un ídolo. Era el triunfo de la libertad y de la creatividad frente a los convencionalismos y la rutina. Todavía hoy lo idolatraría si lo volviese a hacer.

Vicente fue uno de los pocos faros que realmente han iluminado mi vida. No sólo aprendió a tocar el piano, sino que compró instrumentos para todos sus hermanos y los enseñó a tocar. Él mismo compuso muchas obras originales de música contemporánea, pasó por accesos febriles de dibujante y pintor, e incluso escribió unos cuentos deliciosos para su hermana pequeña. Aunque sus gustos tendían, un poco empecinadamente, al lado rústico de la vida (siempre prefirió un buen pan y un vaso de vino a un vernissage), todo lo que él creaba traslucía una sensibilidad exquisita. Mientras escribo esto estoy mirando dos cuadros suyos que tengo colgados frente a mi sofá.

No sé qué es lo que él apreciaba de mí. Quizá ese asomo de infantilidad perpetua que me caracteriza, o mi sentido del humor entre irónico y surrealista, o mi curiosidad insaciable, o esa especie de confusión mental de la que se nutre mi creatividad. En una breve ocasión competimos por una misma chica y uno de los dos ganó, pero ello no nos enfrentó. Nunca tuvimos ni el más minimo roce y, al menos en mi corazón, él fue siempre como un hermano. Debía de ser recíproco, porque un día, hace ya años, reunió todos sus dibujos en dos gruesos blocs y me los envió por correo. Yo era -así lo interpreté- la persona más idónea para hacerse cargo de aquel legado. Que, por cierto, tarde o temprano me propongo publicar en la Web.

Como músico que vive de la música al margen de los Conservatorios, Vicente pasó más épocas malas que buenas. Su timidez con las chicas y su sensibilidad, imperceptible pero enorme, lo condujeron a un matrimonio malhadado y, cuando éste se rompió, a unos cuantos años amargos. Él, como yo, no soporta la soledad. Finalmente, salió del bache, fundó una familia y estableció su propia escuela de música.

Lo que más me gustaba de él es que carecía de maldad. No estoy seguro de que las consignas de Izquierda Unida hayan fomentado mucho ese lado de su carácter. Es más, tengo la impresión de que si ahora simpatiza con la Secta es porque ha tirado la toalla. Tratándose de él me duele decirlo, pero la izquierda es, entre otras cosas, el gran refugio de los amargados.

Buscando en YouTube, he encontrado dos hermosas versiones de Round Midnight. Una, clásica:

http://www.youtube.com/watch?v=ZX_mwDvcZ2I

Y otra de Wes Montgomery, sensual y sofisticada:

http://www.youtube.com/watch?v=MOm17yw__6U

Mi favorita, sin embargo, es la que interpreta Dexter Gordon en la película del mismo nombre:
Tumbáos a escucharla una noche de verano, a la luz de unas velas, o contemplando allá en lo alto la luna y las estrellas. Es toda una experiencia.

Mientras mis dedos regresaban una y otra vez al acorde de mi bemol menor, comprendí que sí hay una forma de pesar el ancla de la amistad. En la adolescencia tendemos a pensar que un amigo es alguien con quien uno tiene una afinidad especial, alguien que nos entiende mejor que nadie y con quien podemos compartir las ideas y emociones más íntimas. No diré que no, pero sólo con esos ingredientes el ancla no llega al fondo. Hace falta, además, un ingrediente a largo plazo indispensable: estar también cuando haces falta. ¿De qué sirven todas esas afinidades si, cuando más apurado estás, tu amigo se escabulle?
Por eso ahora tengo un concepto distinto de la amistad. En las horas difíciles, he descubierto que mis verdaderos amigos no eran los que yo suponía, sino otros que, siendo mucho más diferentes de mí, han sabido estar de verdad cuando los he necesitado. Eso es lo que yo más valoro en las relaciones humanas. Y, en eso, no pido más de lo que ofrezco.
En ese aspecto, las relaciones amorosas son muy semejantes a la amistad, sólo que con feromonas de por medio. La persona con quien te decides a compartir tu vida no ha de ser sólo aquella de la que te has enamorado, sino también aquella que está dispuesta a convivir y a arrimar el hombro. Antes del Romanticismo, la familia era algo bastante parecido a una empresa. Calisto y Melibea burlaron ese esquema, y fueron castigados. Cuatro siglos después, a los protagonistas de la película El Graduado les sucedía exactamente lo contrario.

Pero esto es en Occidente. En muchos países son todavía los padres quienes deciden el matrimonio de sus hijos. Los padres tienen más experiencia y, por lo tanto, se les supone un mejor criterio. Que yo sepa, nadie ha hecho aún un estudio comparativo de los niveles de éxito y fracaso de esa vieja fórmula respecto de la occidental. A la vista de cómo está la institución familiar en este lado del mundo, ¿puedo apostar a que el índice de fracasos no será superior al de nuestros matrimonios, tan vehementemente libres y "románticos"?

En realidad, tanto da. Porque un solo fracaso entre un millón bastaría para amargarte la existencia si te toca a ti. La vida es como un barco, y nosotros no podemos apartar o deshacer las tempestades a nuestro antojo. Es duro a veces, sí, pero un buen piloto tiene que saber siempre cambiar de rumbo para ponerse a salvo.


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martes, 4 de agosto de 2009

El nuevo blog de Albert Boadella

Acabo de enterarme del reciente estreno de un blog de Albert Boadella en el sitio web de Els Joglars. Gran noticia, en este Internet español tan necesitado de independencia, de lucidez y de universalismo. Es una delicia leer a este hombre. Le he dejado este comentario:

"Me sumo al entusiasmo manifestado en estos comentarios (con alguna mínima excepción, probablemente subvencionada). En España, Albert Boadella es el único de los ídolos de mi juventud que todavía sigue siéndolo. En el Estado español, no sé, porque nunca he trabajado en la Administración. Tal vez mi idolatría esté condicionada por el hecho de que viví 13 años en Barcelona, de donde tuve que exiliarme en 2004 por razones de salud: la sobreabundancia de falangistas en Cataluña me producía claustrofobia.

Y es que parece como si la historia se repitiese. Los caciques de antaño han pasado de la botica y el ayuntamiento al Parlamento autonómico, los falangistas han sustituido la camisa azul por la bandera regional de turno, y el antiguo catecismo del padre Ripalda ha sido sustituido por la machacona monserga neoizquierdista, más paternalista aún si cabe que los mandamientos de la Santa Madre Iglesia.

Muchas gracias por tu blog, Albert. Lo saborearé con avidez y deleite. Permíteme tan sólo añadir que, aunque yo no soy de los que se duermen durante las cenas, a veces los platos que las componen no están tan bien sazonados como uno desearía. Pero, como dijo Machado (Antonio) y nadie ignora, se hace camino al andar. Es una de las ventajas de tener pies, en lugar de raíces.

Un fuerte abrazo, y a ver si algún día me concedes el placer de entrevistarte otra vez"

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