jueves, 5 de noviembre de 2009

Barcelona - El rescate (1): Una visita imprevista

Aquella noche, al llegar a casa, no pudo dormir. Una de sus conversaciones con Ángel retornaba obsesivamente a su memoria. Helena, su primera novia allá por los años de la Universidad, había aparecido en su domicilio tendida en el suelo, inconsciente. Trasladada a un hospital, los médicos le habían diagnosticado un raro trastorno que nadie sabía explicar. El cerebro de Helena había envejecido repentinamente, y las pruebas psicológicas a que la sometieron no arrojaban más luz sobre su estado mental.

"Tiene el cerebro de una mujer de 80 años", le informó Ángel bajando respetuosamente la vista.

"¿Dónde está ahora?"

"Aquí, en Barcelona. En un sanatorio..." Ángel vaciló. "En un sanatorio mental. Parece ser que aquí tienen los mejores especialistas para ese tipo de cosas", añadió, con un punto de vehemencia que delataba compasión.

Le pidió la dirección y la apuntó en un papel. Aquella noche, al llegar a casa, no podía dormir. Hacía muchos años que no veía a Helena. Supo que había tenido un hijo, a petición propia, con un hombre casado, y la situación con él había degenerado inevitablemente a cuenta del niño.

El niño entre tanto había crecido, quizá demasiado enmadrado. Había aprendido polaco, como su madre, y acababa de terminar la carrera de Físicas, también como su madre. Cuando se llevaron a Helena al sanatorio se había ido a vivir, por lo visto, a casa de su novia. Naturalmente, polaca. El piso familiar había quedado, pues, deshabitado.

No podía imaginarse a Helena como una vieja decrépita. La recordaba como en los tiempos de la Facultad, alta y rubia, sonriente en todas las situaciones excepto en la intimidad de los cuerpos desnudos, en que aquella sonrisa suya, levemente pícara, se transformaba agitadamente en una expresión de sorpresa. Era un pasado muy lejano, y no tenía sentido revivir ahora todas aquellas emociones.

No quería recordar más, pero recordaba. Dio vueltas y vueltas en la cama, y a las seis y cuarto de la mañana se levantó y se metió en la ducha.

El sanatorio estaba en un promontorio rodeado de pinos, en la carretera que subía al Tibidabo. Las visitas no estaban permitidas hasta las diez. Para hacer tiempo, se tomó un café en el bar de una gasolinera. Los recuerdos seguían martilleando en su cabeza. ¿Qué había ido a hacer a aquel sanatorio? Intentaba encontrar una respuesta, y en su lugar sólo veía aparecer, entre las sombras del pasado, la mirada azul de Helena mirándolo.

A las diez en punto, una enfermera de gesto avinagrado le señaló un pasillo. "Pabellón de espanyols", sentenció. Echó a andar. El pasillo conducía a un patio de cemento de aspecto desolado. Lo cruzó. Al verlo acercarse, un celador apartó el cigarrillo de los labios y le abrió la puerta.

El interior de la sala de visitas se asemejaba al locutorio de una prisión. El único mobiliario eran unas sillas dispersas, bastante vapuleadas, y una mesita con revistas en desorden, aparentemente muy leídas. La única maceta, en el alféizar de la ventana, sostenía un geranio mustio y sin flores. El resto de la estancia estaba ocupado por una extensa mampara de vidrio muy gruesa, a través de la cual se podía contemplar a los internos en la sala de ocio.

"¿No podré hablar con ella?", preguntó al celador, que había entrado tras él. El celador movió la cabeza de derecha a izquierda. Lo miró. Por un momento tuvo la impresión de que, si le llevaba la contraria a aquel tipo, él mismo podía terminar con una camisa de fuerza, encajando cubitos de colores al otro lado del vidrio. Se acercó más a la mampara, y buscó ente los internos la silueta de Helena. No la veía.

Por fin, Helena entró en la habitación. Caminaba despacio, escoltada por dos enfermeras, y su sonrisa se redibujaba de cuando en cuando para pronunciar unas palabras. Estaba preguntando. Sin duda, todos los días seguía preguntando por qué la habían llevado allí. Las enfermeras no respondían. La condujeron hasta la mampara de vidrio, y cuando se aseguraron de que estaba frente a su visitante la dejaron sola.

Helena escrutó el espacio que los separaba. Seguramente, los reflejos no le dejaban distinguir los rasgos de su visitante. Seguía teniendo un cuerpo espléndido, apenas tocado por el paso de los años. Por fin, ella lo reconoció, y su sonrisa se curvó ampliamente. Dijo algo, pero el vidrio era demasiado grueso para entender sus palabras. Él trató de leer sus labios. Al mirarlos, una sensación que creía olvidada lo desasosegó. ¿Por qué tenían a aquella mujer allí encerrada?

Apoyó las manos en el vidrio y acercó su rostro al de ella. Helena seguía hablando, como si mantuviera con él una conversación inexistente. En aquellas condiciones, no tenía sentido intentar comunicarse con palabras. Además, no se le ocurría nada que decir. Permanecieron así largo rato, él con las manos extendidas frente a los hombros de ella, y ella hablando y sonriendo, aparentemente muy divertida. Por fin, las dos enfermeras regresaron y la tomaron del brazo. La visita había terminado. Helena calló y, sin dejar de sonreír, le volvió mansamente la espalda.

La vio alejarse por entre las mesas. Sus manos seguían todavía pegadas al vidrio. Una sensación demoledora se apoderó de él. Era la misma Helena con la que había compartido apuntes en el bar de la Facultad, noches de verano en remotos campings de Polonia y caricias a oscuras en los cines de barrio. El destino había respetado su cuerpo, pero aquella mente brillante que él conoció había dado un salto en el tiempo y se alejaba ahora, decrépita, por las nieblas del futuro.

Entonces, un instante antes de desaparecer por el pasillo del fondo, Helena volvió la cabeza y lo miró.

(Capítulo siguiente)

martes, 3 de noviembre de 2009

Cuaderno de viaje - Barcelona, noviembre, 2009


En el aeropuerto de Barcelona he encontrado un pasillo apartado al que no llegan los estruendosos anuncios de los altavoces. Apenas hay unas cuantas personas aquí. Al sentarme, dejo escapar un suspiro de alivio. Ausencia de multitudes, silencio. Es casi un imposible, pero durante veinte breves minutos podré disfrutarlo a mis anchas. Son las ocho menos cuarto de la noche, y es bastante probable que a estas horas tan tardías mi vuelo salga con retraso, de modo que ya cuento con llegar a casa a medianoche.

Quizá debería reanudar las andanzas de Manuel Zanzón. El problema es el tiempo. ¿De dónde lo saco? Mi primera novela me obligó a mantener una larga continuidad en el tiempo. Dos o tres horas por la mañana, tres o cuatro horas por la tarde. Es toda una profesión. En realidad, una vocación como la de Teresa de Calcuta, si se piensa en la exigua remuneración que uno puede esperar obtener en el mejor de los casos; es decir, si la publican. Y yo no dispongo de esa dedicación. Mantengo cuatro blogs, un podcast y una colaboración con 6columnas, y mi trabajo, entrecortado por naturaleza, me rompe todos los ritmos.

Y, sin embargo, tengo ganas de escribir ficción. Varias ideas me rondan en la cabeza desde hace tiempo. Con el paso del tiempo se ramifican, se anudan unas con otras mientras, paralelamente, nacen otras nuevas, pero en ningún momento consiguen hacer saltar la chispa que me sentará ante el teclado para escribirlas de un tirón. Bastante tengo ya con literaturizar mi vida.

Porque no otra finalidad tenía este viaje. La otra noche, en el bar, Ángel estaba existencial. Carpe diem, venía a decirme. Quién sabe dónde estaremos mañana. Hay que vivir cada día como si fuera el último de nuestras vidas. Personalmente, encuentro muy cansada esa filosofía, y sus ojeras de noctámbulo y viajero infatigable me daban la razón. Yo prefiero literaturizar mi vida.

Para rescatar a Manolo Zanzón de aquel pueblo desolado de las afueras de Madrid hace falta algo más que sentarse a escribir. Hace falta releerse el esquema de la novela, con todos sus personajes, y el esquema de lo que el autor tiene previsto que suceda: el futuro de Manuel Zanzón.

O bien, simplemente, sentarse y divagar, que es lo que yo he estado haciendo últimamente con mis personajes. En fin de cuentas, también la vida es, pese a nuestros esfuerzos, una divagación. ¿Qué hay de malo en que Justo Conaprole o Sagrario Sombrilla cambien inesperadamente de caprichos y de querencias? ¿No hay, como ha dicho el filósofo en este mismo blog, una vida ganada y una vida perdida hasta en la menor de nuestras decisiones? Pues esta misma conclusión vale para las novelas. La vida y la literatura son siempre, querámoslo o no, una commedia dell'arte.

Mientras escribo, los minutos han transcurrido, y en algún pasillo remoto un altavoz me invitará pronto con voz de trueno a embarcarme en mi avión.

El viaje ha terminado. Regreso a Gran Canaria.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Cuaderno de viaje - Barcelona, Halloween, 2009

Debería haber escrito Todos los Santos, pero Halloween describe mucho mejor la realidad barcelonesa en este comienzo de otoño de 2009. En la estación de Sants se vive un ritmo frenético: todo el mundo camina rápidamente en alguna dirección. Los antiguos bancos de espera del gran hall, que solían estar colonizados por plácidos jubilados del barrio, han sido sustituidos por hileras de portones automáticos para el acceso de los pasajeros. Parece como si Barcelona quisiera, a toda costa, darse a sí misma la impresión de gran ciudad.

Es un fantasma permanente de los nacionalistas regionales. No sólo Barcelona no puede quedar nunca por debajo de Madrid en nada, sino que tiene que aventajarla en todo, al menos en apariencia. Pero a mí no me engañan. Todos esos delirios de grandeza y de eficacia empresarial encubren en realidad una ciudad subvencionada, provinciana y agobiante, donde los servicios cotidianos funcionan, en algunos casos, peor que en México DF. Al menos, esa fue mi experiencia durante los 13 años que viví aquí.

El taxi se detiene por fin ante el portal. Pago una cantidad exorbitante, y acarreo mis maletas sin ayuda hasta el ascensor. El portero permanece en su garita como si el tiempo no hubiera transcurrido, con la misma cara de bulldog en su batín azul, inescrutable como la momia de Tutankhamon. Tampoco esta vez nos saludamos. Introduzco mis maletas en el ascensor, y me dejo llevar lentamente hasta el ático.



Recojo las llaves de debajo del felpudo, y abro. Cristina estará fuera este fin de semana, probablemente en el Ampurdán. Sus amigas y ella están revolucionadas últimamente con las noticias publicadas en los medios de comunicación. Su amigo Raimon ha aparecido implicado en un asunto de corrupción, y la cosa pinta mal. Al día siguiente me entero de que han ido a consultar a una bruja, que les ha echado las cartas a todos ellos, incluido Raimon. Las cartas de Raimon han salido todas llenas de rayas rojas, me dicen. "¿En forma de barrotes?", pregunto ácidamente. Naturalmente, nadie se ríe.

Una de las cosas que más me sorprendieron de Barcelona fue que a nadie parecían hacerle gracia los chistes. Incluso se consideraba de mal gusto contarlos. Todavía hoy me pregunto cómo pude aguantar tantos años en aquel mundo de pijos barceloneses. Yo me instalé en Barcelona porque estaba intentando publicar mi primera novela y quería introducirme en el mundo de los escritores. Cuando conocí personalmente a casi todos ellos, mi decepción fue tal que dejé de escribir.

Supongo que puedo contar algunas de aquellas impresiones. Al fin y al cabo, este blog no lo lee prácticamente nadie, y pocos saben quién es en realidad Ricky Mango. Mi primer encuentro social fue en casa de mi entonces agente literaria, con Eduardo Mendoza y Félix de Azúa. Ambos estuvieron conmigo tan distantes como educadamente se podía estar. Félix, altivo como siempre, y Eduardo, a la catalana, es decir, como si yo no existiera. Se notaba a la legua que yo no manejaba los códigos vigentes.

Siempre de la mano de mi agente literaria, frecuenté después una coctelería de San Gervasio llamada Il Giardinetto, vivero de intelectuales alcohólicos de la élite cultural catalana. Durante años, un viernes tras otro, tomé copas allí espalda con espalda con el editor Herralde y sus fieles monaguillos, sin conseguir jamás mantener con ellos una conversación de más de veinte segundos. Además de Jesús Ferrero, Enrique Vilamatas y otros cuyo nombre no recuerdo, se dejaban ver por allí de cuando en cuando altas personalidades de la cultura, como José Luis Giménez Frontín, Oriol Bohigas, Eduardo Mendoza, Fernando Savater o Pedro Almodóvar.

No todos eran alcohólicos. El hard core de los borrachos era el grupo de Herralde. En particular, Enrique Vilamatas, que a la una de la mañana, cuando el grupo abandonaba el Giardinetto, bordeaba ya el delirium tremens. Para ellos, la noche estaba empezando. Nunca entendí de dónde sacaba aquel tipo el tiempo para escribir, aunque para ser un escritor mediocre tampoco hace falta demasiado tiempo entre resaca y resaca.

Esta vez no fui al Giardinetto, pero sí cené en Los Inmortales, otro de los viveros de la élite barcelonesa. Era una cena de compromiso. Para las comidas informales prefiero mil veces una escalivada y un pollo a la brasa en Ca'n Punyetes, que también queda muy cerca de mi antiguo domicilio.

Precisamente a Ca'n Punyetes llevé a comer el viernes a mi entrañable amiga Olga y a su cónyuge, Susana. Olga acaba de terminar su última novela, en la que cifra grandes ilusiones. "Es de ciencia-ficción, y no te puedo decir más", me dice. "Ciencia-ficción sin acción", apostilla Susana. Olga está aterrorizada ante la posibilidad de que le copien la novela por Internet, y ha adoptado una batería de precauciones para proteger su original. Me lo dará a leer en cualquier caso, pero no antes de que se sepa si la van a publicar o no.

"Es más", añade. "Creo que de la novela se podría sacar toda una serie, incluso para cine o televisión". La idea me entusiasma. Desde que hice el curso de guión de cine, en Valencia, tengo metido el gusanillo de escribir una película. O, mejor todavía, una serie para televisión con la que demostrar que la calidad no está reñida con la popularidad. Inevitablemente, nos ponemos a hablar de Star Trek. Olga también es fanática de Data, Mister Spock y el Capitán Picard. Yo, además, de Deanna Troi. Coincidimos en que Star Trek ha sido una de las cumbres de la creación artística del siglo XX. Quién sabe. Tal vez algún día podré colaborar en esa hipotética serie de mi amiga Olga.

El sábado por la noche, después de la cena en Los Inmortales, llamo a Ángel. "Estoy en el bar de siempre, al lado de casa", oigo que me dice a gritos en medio de una tremenda algarabía. Caminando a buen paso por la Diagonal, llego al bar en quince minutos. Es la noche de Halloween. Barcelona se ha quitado la careta y se muestra al noctámbulo tal y como realmente es: una ciudad de provincias llena de fantasmones.

Ángel aparece, como siempre, eufórico en medio de aquellos personajes de barrio insignificantes. Entre chanzas y discursos eruditos, su metro ochenta un tanto quijanesco se alza en mitad de todos ellos como el de un marciano misteriosamente aterrizado en el Eixample, sabio y proteico, siempre dispuesto a contar alguna de sus fantásticas aventuras a lo largo y a lo ancho del globo. "Llegué ayer de Bolonia", me dice, "y mañana me voy a Pamplona. El lunes me esperan en Burdeos, pero regreso el miércoles". Le enumero entonces las escalas de mi viaje desde que salí de Las Palmas, y consigo que se sorprenda. Por una vez, le he ganado.

En el bar, el paisanaje festeja un extraño híbrido entre Manhattan y el Forn de la Montse. De cuando en cuando se une al grupo alguien vestido de Drácula o de Spiderman, pero al mismo tiempo circulan de mano en mano puñados de castañas asadas y bandejas de panellets. Da igual el pretexto. El caso es hacer el ganso y quemar la noche del sábado como si el Apocalipsis estuviera anunciado para mañana por la mañana.

Finalmente, me despido calurosamente de Ángel. Son las dos y media de la madrugada. A mi regreso a casa, veo desde el taxi las transversales de la Diagonal hirviendo de gente, con las calzadas invadidas por la zarabanda gótica. Da igual el pretexto. Es un fin de semana más en una ciudad cualquiera del sur de Europa, en vísperas del derrumbamiento del Imperio. Es el fin de una era, y yo no soy más que un simple testigo. Son los historiadores los que escribirán algún día la Historia.

 
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