sábado, 20 de noviembre de 2010

Mao Zedong: el Ángel Exterminador

Desde los tiempos de los faraones, pasando por Calígula o Leopoldo II de Bélgica, la historia se empeña en demostrar una y otra vez que, cuando las condiciones son adecuadas, siempre hay un porcentaje de seres humanos que se revelan como asesinos en masa. No hace falta que sean muchos. Basta con que estén protegidos por la sombrilla del poder.

El caso más conocido, naturalmente, fue el Holocausto. Entre 1933 y 1945, militantes del partido nazi alemán y militares del III Reich a las órdenes de Adolf Hitler exterminaron deliberadamente a unos 15 millones de personas indefensas, la mitad de ellos judíos, y la otra mitad integrada por gitanos, cristianos, marxistas, homosexuales y enemigos del régimen en general.

Esta 'hazaña' se logró en tan sólo 12 años. Sin embargo, pese a la reputada eficacia alemana, el nazismo no consiguió superar al dictador Stalin, que en 1933 acababa de liquidar, esencialmente por hambre, al mismo número de seres humanos -ucranianos, siberianos, rusos, cosacos, kazajos y campesinos en general- en tan sólo 4 años. Todo un record. Pero los horrores de Hitler y Stalin, sumados, se redujeron a la categoria de broma macabra a partir de 1958, cuando Mao Zedong, el Gran Timonel, lanzó en China la gran campaña nacional que él mismo denominó "el Gran Salto Adelante". Aunque la mayor parte de los archivos oficiales siguen a día de hoy clasificados, el historiador Frank Dikötter ha conseguido acceder a un buen número de archivos provinciales y del Ministerio de Asuntos Exteriores, gracias a los cuales ha podido escribir un libro de reciente aparición (Mao's Great Famine, Bloomsbury Publishing 2010). De él he extraído lo que relato a continuación.

De no haber alcanzado el poder absoluto sobre 600 millones de personas, el psicópata Mao podría haber sido simplemente un oscuro funcionario, corrupto y acomplejado, un proxeneta sin escrúpulos o un traficante de armas, y nos habría ahorrado la amarga demostración de los horrores que el ser humano es capaz de perpetrar. Pero en 1949 el Partido Comunista Chino derrotó a Chiang Kai-Shek, y Mao Zedong proclamó la República Popular China. Después de cuatro años de guerra civil, China era un país pobre, mayoritariamente de campesinos y sin apenas industria. Mao, envidioso de los supuestos logros de la Unión Soviética y, por supuesto, de Gran Bretaña, que durante más de un siglo había sido la gran potencia mundial, se propuso superar a ambos. Dando muestras de una inteligencia difícilmente superior a la de un mosquito, en 1958 lanzó la consigna que, supuestamente, debía catapultar a China a la categoría de líder económico mundial: producir más cereales y más acero que nadie.

Apenas había medios, pero la consigna movilizó a los mandos del Partido. Ignorando la experiencia milenaria de los propios campesinos, Mao ordenó implantar dos nuevas técnicas de cultivo que, simplemente, se le acababan de ocurrir: la siembra debía hacerse en hileras muy apretadas y, para que las raíces tuvieran sitio donde agarrar (sic), la simiente debía depositarse en surcos mucho más profundos (de hasta medio metro, a ser posible). El resultado fue un aluvión de cosechas desastrosas, muy inferiores a las obtenidas por métodos tradicionales. A la hora de rendir informe, los mandos locales, temerosos de las consecuencias, inflaban las cifras comunicadas a los mandos provinciales. Éstos, a su vez, las inflaban nuevamente en sus informes a la superioridad, que repetía el proceso en cada escalón del poder hasta sumar unos totales nacionales absolutamente fantásticos, sin ninguna relación con la realidad. En los pueblos, los campesinos empezaban a morir de hambre.

Alertado por los rumores, Liu Shaoqi decidió visitar su pueblo natal, donde se topó con escenas abracadabrantes. Un equipo de investigación enviado a Xinyang en 1960 se encontró con un puñado de supervivientes desnutridos, casi desnudos, sollozando entre los escombros de sus hogares destruidos. Para producir acero de ínfima calidad en hornos improvisados, los campesinos se veían obligados a trabajar 18 horas al día, incluidos niños de corta edad y mujeres embarazadas, con poco más de un bol de arroz por día y por persona. Las casas habían sido demolidas para utilizarlas como combustible, y todos los enseres de metal habían sido requisados para las fundiciones. En cierta aldea, rodeados de una inmensa fosa común, los únicos habitantes resultaron ser dos niños esqueléticos que ni siquiera conseguían sostener su cabeza sobre los hombros. Sólo en Xinyang habían muerto, en 1960, más de un millón de personas, de ellas 67.000 golpeadas hasta morir.

Cuando las noticias llegaron a Mao, éste repuso: "Es necesario que la mitad de la población muera de hambre para que la otra mitad coma todo lo que necesita". En esa otra mitad, naturalmente, se encontraban él y los altos mandos de Partido, que organizaban lujosas fiestas en barco con los manjares más exquisitos y profusión de mujeres hermosas, mientras en las orillas las campesinas eran violadas y millares de seres humanos agonizaban devorados por las ratas. En las cantinas colectivizadas, las colas llegaban a las mil personas, de las que sólo sobrevivían los más fuertes, porque en muchos casos la distribución de comida duraba sólo una hora. Los mineros trabajaban en turnos de diez horas, frecuentemente descalzos y sin alimento, y tenían que descansar hacinados en dormitorios colectivos donde el espacio por trabajador apenas llegaba a veces a un metro cuadrado, en ocasiones sentados o de pie, bajo techos de paja que cuando llovía dejaban pasar ríos de agua.

La burocracia era kafkiana. En la provincia de Jinan, Li Shujun aguardó en una cola tres días para comer, sin conseguirlo. En realidad, la cola era sólo para recibir un vale que debía ser canjeado (en una cola diferente) por un número que, a su vez (en otra cola diferente), servía para obtener una ración de arroz. Cuando los padres estaban muy enfermos eran los niños quienes, a veces con cinco o seis años solamente, debían ir de madrugada a hacer cola y terminaban siendo avasallados por feroces adultos hambrientos.

Mao no ignoraba la situación, pero se mantenía en su empeño de exportar cereales, sobre todo a países de la Unión Soviética, a precios inferiores al precio de coste. Lo mismo sucedía con las exportaciones de acero, frecuentemente de tan mala calidad que los países importadores acabaron rechazándolo. Los aperos fabricados con aquel acero se rompían a los pocos meses, mientras la maquinaria importada se oxidaba en los hangares y las cosechas se pudrían en los campos por falta de camiones para transportarlas. Hasta los cerdos morían de hambre.

A medida que uno se adentra en el libro de Dikötter, el dolor se va clavando como una lanza insoportable en el corazón del lector. En más de una ocasión, atenazado por las emociones, he tenido que interrumpir la lectura con lágrimas en los ojos, y confieso que, al llegar a los últimos capítulos -sobre los horrores detallados por regiones- no he tenido fuerzas para seguir leyendo. Como ilustración de los datos que expone rigurosamente, Dikötter agrega aquí y allá casos concretos recogidos en documentos oficiales. La narración se convierte así, al mismo tiempo, en un reportaje descarnado con nombres y apellidos, que nos impide ampararnos en la abstracción de las estadísticas para enfrentarnos cara a cara con la realidad del sufrimiento humano. Y prosigo.

Quizá el mayor logro del socialismo y del nazismo (por lo demás, primos hermanos) ha sido la destrucción de la dignidad humana. Yo he visitado Cuba y Haití, y puedo asegurar al lector que en Haití, el país más pobre y lacerado del continente americano, hasta los más miserables conservan un asomo de dignidad que en Cuba es inexistente. Mao consiguió retrotraer al ser humano hasta extremos anteriores a la Edad de Piedra. En Shandong, por ejemplo, el ciudadano Yan Xizhi entregó a sus tres hijas, vendió a su hijo de cinco años por 15 yuanes, y a otro hijo de diez meses por un plato de comida. Y Wang Weitong vendió a uno de sus dos hijos por 1,5 yuanes y cuatro bollos. Ambos tuvieron suerte. La mayoría de sus conciudadanos no encontraron comprador.

Tales privaciones, naturalmente, son muy difíciles de imponer sin recurrir a la violencia. Los castigos y abusos de los mandos del partido eran moneda común, y los niños eran los más afectados. En Beijing, lejos pues de los horrores del campo, el 90 por ciento de los niños de la guardería de la Fábrica de algodón Nº 2 estaban enfermos. Sarna, moscas, gusanos, intoxicaciones alimentarias, diarreas y edemas por desnutrición formaban parte del paisaje habitual en los jardines de infancia, y en muchos casos los propios empleados se repartían las raciones de carne, de azúcar y hasta de jabón destinadas a los niños. La propaganda oficial, que declaraba que "los niños pertenecen al Estado" facilitaba, desde luego, mucho las cosas.

En su delirio de poder absoluto, el Gran Timonel no quería ni oír hablar del asunto. Cuando el Dr. Li Zhisui le informó de la omnipresencia de edemas y hepatitis en Zhongnanhai, Mao le contestó que aquel tema de conversación era muy desagradable, y que además no le creía. Pero la realidad era que hasta el personal médico estaba enfermo. En Nanjing, dos terceras partes del personal médico y de enfermería lo estaban. Incluso en los hospitales de lujo para miembros del Partido, los médicos iban vestidos con andrajos. Se robaba a los pacientes, los enfermos eran golpeados, y las enfermas, violadas. Sin calefacción, sin mantas, y a veces sin comida, muchos pacientes tiritaban en invierno sobre lechos de paja, o compartían las camas con difuntos. En algunos casos, los vivos eran depositados directamente en la morgue, donde se les dejaba morir mientras, a su alrededor, las ratas celebraban macabros festines.

En medio de este panorama, a nadie extrañará ya que muchos presos fueran tratados como conejillos de Indias. En los campos de concentración se les daba a comer serrín y pulpa de madera. Cosa difícilmente sorprendente cuando, en el campo, la población 'libre' comía cortezas de árboles, plantas venenosas, cinturones de cuero, paja de los techos, y hasta puddings de barro. Y la guerra contra las ratas era a muerte: o las personas se comían las ratas, o las ratas se comían a las personas.

El saldo final de este apocalipsis indescriptible es muy difícil de calcular, en parte porque muchos archivos oficiales siguen siendo secretos. Pero, extrapolando de los datos fragmentarios existentes, los estudios más minuciosos arrojan cifras de entre 40 y 50 millones de muertos, sólo entre 1958 y 1961. No sé si esta cifra figurará algún día entre los records Guinness pero, 50 años después del mayor asesinato en masa jamás conocido, el vergonzante doble rasero de la Historia oficial es insostenible. En Europa, intelectuales que en su vida han abierto la boca para criticar a Mao o a Stalin se indignan ruidosamente por el trato dispensado a un puñado de presos en Guantánamo. Y partidos comunistas o socialistas que, con el rabo entre piernas, han renunciado por fin al marxismo exigen condenas de viejos dictadores sin haber pedido todavía perdón por los horrores perpetrados en nombre de su ideología. La divulgación del Holocausto nos ha vacunado, posiblemente, contra el nazismo. Pero la sociedad mundial necesita con urgencia -particularmente, en estos tiempos de crisis económica- una vacuna universal contra la más destructora de las ideologías que el mundo ha conocido: el comunismo.

Después de leer el libro de Dikötter, cada vez que salgo a la calle me pregunto cuántas de las personas que veo pasear apaciblemente a mi alrededor serían capaces de asesinarme sin escrúpulos si tuvieran poder para ello. No les recomiendo esa sensación. Pero, por favor, lean el libro.


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