domingo, 25 de noviembre de 2012

El océano de la vida

Hay días, como hoy, en que los veinte secretos de PostSecret contienen pura dinamita. Lo bueno que tienen los secretos es que son independientes de la clase social, de la raza y de la cultura y, en gran medida, de la edad o el sexo. No sé si todos los seres humanos tienen por lo menos algún secreto que esconder, pero los que lo tienen están repartidos por igual a lo largo y a lo ancho del planeta: los secretos son seguramente una de las mejores ventanas para atisbar en el alma humana.

Es cierto que no debería ser así. Recuerdo un episodio de Star Trek en el que un extraterrestre le dice a un miembro de la tripulación del Enterprise que no entiende por qué los seres humanos ocultan con tanta frecuencia sus pensamientos. Uno no suele pararse a pensar en esas cosas, pero ¿quién de nosotros no ha proferido alguna vez por lo menos alguna mentira 'piadosa'? En respuesta a aquel extraterrestre, de una raza probablemente utópica, se me ocurren dos explicaciones: una, altruista (o simplemente práctica), y otra, narcisista.

La primera es la consecuencia natural de que, querámoslo o no, los seres humanos somos muy susceptibles. Al ocultar a los demás lo que nos separa de ellos, damos más protagonismo a lo que nos une, que es básicamente el pegamento que nos permite vivir en sociedad. Además, en las relaciones de poder la ocultación es casi imprescindible. Atrévase usted a decirle a su jefe lo que piensa de él, y pronto conocerá las consecuencias.

Pero muchas personas no sólo son susceptibles a la realidad de los demás, sino también a su propia realidad. Todos tenemos una imagen de nosotros mismos, que no siempre nos gusta. Recuerdo que alguien me dijo en cierta ocasión: "Cuando descubrí que se podía mentir, mi mundo se multiplicó por mil". Para muchos, la falsificación de la propia realidad es la única manera de estar en paz consigo mismos. Quizá los escritores son, simplemente, personas que han optado por canalizar ese impulso mediante la creación de mundos imaginarios.

Es fácil suponer que, para muchos escritores, escribir tiene también efectos terapéuticos. Si Dostoievsky se hubiera atribuido como propias las pulsiones de alguno de sus personajes, no sólo habría sido rechazado por todos sus semejantes, sino que habría pasado la mayor parte de su vida en un sanatorio psiquiátrico. Que fue lo que le pasó al Marqués de Sade, aunque con una sutil diferencia: en una sociedad en que guillotinar públicamente gozaba de las simpatías de la población (de la población no guillotinada, se entiende), resulta que sodomizar al mayordomo con mutuo consentimiento era una aberración abyecta e intolerable.

Con tales antecedentes se entiende que, quien más o quien menos, se reserve celosamente algún secreto que, sin embargo, arde en deseos de confesar. La religión católica y los psicoanalistas han sabido explotar ese lado oscuro del ser humano. En muchos casos, revelar un secreto no resuelve seguramente el conflicto que lo ha originado, pero alivia.

Digo esto porque, después de varios años de leer las páginas de PostSecret, he llegado a la conclusión de que los secretos más terribles nacen de un conflicto insalvable entre las emociones y la razón. Que es, quizá por desgracia, la esencia de la naturaleza humana. Leo hoy, por ejemplo, un secreto de alguien que dice "Me gustaría creer en Dios", seguido, sólo unas líneas más abajo, de otro que declara "Me gustaría ser ateo". Los dos transmiten la misma impotencia, la misma vehemencia. En esa misma página, una participante confiesa "Soy judía, y no estoy a favor del Estado de Israel". A lo cual alguien, algo más adelante, replica "No soy judío, y estoy a favor del Estado de Israel".

Poco después, un comentarista trata de echar una mano a aquel que tanto deseaba ser ateo, y le dice: "Aunque no hayas caído en la cuenta, ya eres ateo. Seguro que no crees en Ra, ni en Poseidón, ni en Alá. Sólo tienes que dar un pasito más. Ánimo. Te quitarás un peso enorme de encima". Es fácil de decir, pero dudo que el consejo sirva para algo, porque creer o no creer es algo ajeno a la razón, y ese pequeño paso es en realidad un azaroso viaje a través de junglas intrincadas.

Así es el océano de la vida. A veces encalmado, pero a menudo tempestuoso. En ese mismo océano nos debatimos todos, con nuestras velas a veces extendidas, a veces rotas, o desplegadas en la dirección menos propicia. Sobre un mismo oleaje, son muchos los que navegan -navegamos- en cualquier momento en direcciones opuestas. Es el absurdo frenesí de la vida. En el fondo, como en las novelas de Dino Buzzati, tal vez no seamos mucho más que ratones de laboratorio recorriendo laberintos que desembocan siempre en otros laberintos.

Porque ese conflicto radical, inevitable, entre la razón y la emoción es parte inseparable de nuestra naturaleza. Uno de los secretos que he leído hoy lo resume certeramente en sólo dos frases:

"Siempre me habías dicho que podías aceptarlo todo a condición de que te dijera la verdad.

Hasta que te la dije".

Buen viaje, Ulises.

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

jueves, 15 de noviembre de 2012

¿Mercancías o servicios?

Oí hace algunas semanas en la radio una noticia divertida pero, al mismo tiempo, de las que hacen pensar. Ante la reciente subida del IVA que grava los productos culturales, una empresa teatral española había decidido vender, en lugar de entradas, zanahorias. En vista de que el IVA de las zanahorias es el más bajo actualmente vigente, la venta de zanahorias como justificante de pago para asistir a una representación teatral permitiría a la empresa mantener el precio de las entradas, o incluso rebajarlo a una cuantía más asequible.

Por divertida que nos parezca la imagen de una larga cola de espectadores esperando para entrar al teatro con una zanahoria en la mano, lo interesante de la noticia no es el detalle anecdótico, sino una consideración de mucho mayor alcance. Lo que realmente había sucedido es que el empresario de aquel teatro había vinculado un servicio a una mercancía.

Tras la revolución industrial, el comercio de servicios ha ido en aumento en todo el mundo, hasta el punto de que, en los países desarrollados, más de la mitad de los puestos de trabajo se desenvuelven actualmente en el sector terciario. Sin embargo, en los últimos años, la aparición de Internet está desencadenando un nuevo cambio cualitativo de la economía mundial. En efecto, la posibilidad de comprar prácticamente cualquier cosa imaginable sin salir del hogar augura un futuro poco risueño para los negocios tradicionales de venta al público, basados en la compra o alquiler de un local, la dotación de unas instalaciones adecuadas y la contratación de dependientes que atiendan a los posibles compradores. En el mundo virtual de Internet, todos esos gastos desaparecen prácticamente, y el negocio se reduce a lo estrictamente esencial: un contrato con una empresa de logística y -lo único realmente importante- un conocimiento a fondo del mercado y de los productos que uno desea vender. En igualdad de condiciones, lo que decidirá la viabilidad o no de un negocio será su componente más abstracto: el conocimiento.

Todo esto es válido para los productos tangibles, es decir, aquellos que no pueden ser digitalizados y transmitidos por una red electrónica. Al menos, mientras alguien no invente el transportador de Star Trek, que permitiría a sus usuarios apretar un botón y trasladar instantáneamente un tomate de la huerta a su frigorífico. Pero hay una categoría de productos, hasta hace poco tangibles, que pueden ser sustituidos por su equivalente virtual, no sólo sin pérdida de eficacia, sino con ventajas añadidas.

La prensa escrita y los libros son el ejemplo más evidente. Cuando uno tiene acceso a Internet veinticuatro horas al día, parece absurdo molestarse en acudir a un kiosko a comprar un manojo de hojas de papel que, desde el momento en que han salido de la imprenta, estaban ya obsoletas. Del mismo modo que parece absurdo acumular una biblioteca que, además de acaparar muchos metros cuadrados de pared, pesa centenares de kilos, especialmente indeseables en caso de mudanza, cuando uno puede sustituirla por un único dispositivo de lectura ligero y manejable, capaz de acceder instantáneamente a millones de publicaciones en cualquier idioma.

Lo que en realidad ha sucedido es que los periódicos y los libros no eran realmente mercancías, sino servicios. Aunque nunca habíamos caído en la cuenta, el soporte de papel era prescindible, porque lo único que uno necesita de un texto escrito (haciendo abstracción de fijaciones sentimentales asociadas al tacto o el olor del papel, o a la costumbre) es su contenido. Es cierto que todo avance tecnológico deshumaniza un poco la vida cotidiana, pero así viene sucediendo desde que los ciegos empezaron a recorrer calles y aldeas sustituyendo parte de su humana narración por información visual en forma de aleluyas. Así sucedió también con la invención de la imprenta, que barrió a los amanuenses de la faz de la Tierra, y con el cine, que arrinconó el teatro en sólo unas cuantas generaciones.

Pero se puede ir aún más lejos. En realidad, si lo analizamos en términos radicales, el concepto de mercancía se diluye hasta quedar absorbido en el concepto de servicio. ¿Cuáles son nuestras expectativas cuando compramos una manzana? Básicamente, dos: saborearla, y alimentarnos. Ninguna de estas dos funciones está estrictamente vinculada a la adquisición de una manzana. Los sabores no son sino señales eléctricas de ciertas neuronas en nuestro cerebro y, si en un futuro lejano alguien consigue la transmisión de energía a través del aire (cosa que es técnicamente posible), tanto el deleite de saborear una manzana como sus efectos nutricios en nuestro organismo podrán ser prestados como servicios, incluso a través de una red como Internet.

Si ese futuro lejano llega a hacerse realidad algún día (y yo espero no estar aquí cuando eso suceda), el concepto de mercancía pasará a los diccionarios históricos como reliquia de un pasado tan primitivo y pintoresco como es para nosotros ahora la producción de fuego a base de yesca y pedernal.

La principal conclusión que cabría sacar de todo esto es que, si desean sobrevivir, tanto la prensa escrita como el mundo editorial tendrán que asociar de alguna manera sus servicios a mercancías tangibles, igual que hizo aquel empresario de teatro con las zanahorias. O bien patrocinando productos tangibles, o vendiéndolos como medio para acceder a sus servicios virtuales, o haciendo uso de su imaginación para encontrar alguna idea viable. Estoy seguro de que acabarán encontrando unas cuantas.

¿Os apetece leer la última novela de Stephen King? Nada más fácil. Acercáos al supermercado más próximo, cocinad un sabroso cocido madrileño, y...  a vuestra butaca favorita. La lectura está servida.

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

lunes, 5 de noviembre de 2012

El rescate (y 32) - El triunfo de la democracia

El bar estaba en las Ramblas, junto a una tienda de souvenirs. Encontraron una mesa libre cerca de la entrada, junto a un grupo de japoneses tocados con sombreros mexicanos. Las Ramblas bullían como siempre, pero en el ambiente se percibía algo extraño, una tensión imperceptible. Pidieron café. Estaban exhaustos, pero felices. En la tele del bar emitían noticias ininterrumpidamente. La estampida había causado varias muertes, pero las masas enardecidas habían levantado a hombros al entrenador de la selección autonómica, lo habían llevado hasta el Parlamento y lo habían nombrado presidente del Gobierno. Entre tanto, en las autonomías las multitudes sustituían a los presidentes autonómicos por jugadores de football. La democracia se extendía por toda España como la pólvora.

“Ya era hora”, dijo un borracho desaliñado, apoyado en un codo inestable sobre la barra. Y levantó su vaso de orujo frente al televisor, a modo de brindis.

Los cuatro amigos terminaron sus cafés y se miraron. Había llegado el momento de separarse.

“Pero no por mucho tiempo”, dijo Palau. “Os esperamos en casa para el verano que viene”.

La rubia y él se despidieron de Palau y Helena, y salieron a la calle. En ese momento, un coche se detuvo junto al bordillo. Desde el volante, Herbert los saludaba cariñosamente. Él se lo quedó mirando con una sonrisa burlona, no del todo sorprendido.

“Venga, sube”, dijo Herbert. “No te preocupes. El dormitorio de mi madre no es como el mío. Ella no tiene literas”

Apenas había arrancado el coche cuando oyeron unos golpecitos en la luneta trasera. Era Palau.

“¡Se me olvidaba!”, gritó. “Para el verano he invitado también a tu mujer. Te encantará conocer a su nuevo novio. Se llama Joe”.

El coche arrancó. Transcurrió un rato. El tráfico en las Ramblas era lento y pesado.

“¡Y es un espía!”, añadió debilmente la voz de Palau, con su habitual socarronería, en la distancia.

Pero ustedes y yo, queridos lectores, nos quedaremos sin saber si él oyó o no aquellas palabras.

Fin

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

viernes, 2 de noviembre de 2012

La rendición sigilosa


Una de las pocas noticias no políticas ni económicas que han ocupado los medios de comunicación en los últimos días ha sido la muerte de varias chiquillas en un recinto de Madrid a causa de una marea humana. El desencadenante, según testigos, fue el lanzamiento de unos petardos o bengalas en mitad de la aglomeración. El recinto tiene un aforo nominal de aproximadamente 10.000 personas, y los organizadores aseguran que habían vendido mil entradas menos del máximo permitido. Sin embargo, muchos jóvenes han declarado haberse colado sin dificultad, por lo que el número total de personas que abarrotaban el recinto fue probablemente mucho mayor. Las salidas de emergencia estaban cerradas y, después del incidente, a pesar de que los organizadores sabían ya que había tres personas muertas y dos en estado crítico, la fiesta se prolongó hasta las habituales 6 de la mañana.

Como era de esperar, tanto la prensa escrita como las tertulias nacionales se han lanzado de cabeza a sacar conclusiones. Pero, salvo alguna alusión tangencial (y, por supuesto, temerosa de la incorrección política), ninguno ha acertado a diagnosticar el verdadero significado del suceso. Por supuesto, nadie quiere ser responsable de los hechos aunque, como es habitual, las miradas de periodistas, políticos y padres de familia se dirigen ya a las autoridades. No importa qué autoridades: el Ayuntamiento, la Comunidad Autónoma, el Ministerio, el Parlamento o el Presidente del Gobierno. Autoridades nunca faltan. Lo único que parece claro es que, a partir de ahora, los controles en los actos públicos, particularmente los de diversión juvenil, aumentarán inexorablemente. Naturalmente, cuando digo autoridades quiero decir: el Estado.

Es la tendencia del último medio siglo en las democracias occidentales: proclamar hermosas palabras, otorgar libertad rousseauniana al individuo y cuando, inexplicablemente, éste no se comporta como Rousseau había previsto, imponer prohibición tras prohibición y, de paso, burocratizar la vida cotidiana. Nuestra vida cotidiana. Hemos perdido ya libertad para construir en nuestro terreno, para abrocharnos o no el cinturón de seguridad, para usar o no casco en nuestras motos y bicicletas, para permitir o no fumar en nuestros negocios, para fumar en público sin molestar a nadie, para escoger el sexo de los miembros de nuestro consejo de administración, para castigar a nuestros hijos y, dentro de poco, hasta para decidir el contenido de las hamburguesas que queremos comer. Poco a poco, el Estado va metiendo las narices en nuestra sopa, en nuestros hábitos y en nuestra propiedad privada. Y nosotros, poco a poco, nos vamos dejando. Naturalmente, lo hacen por nuestro bien, y eso debería bastar.

El problema es que nuestro bien deberíamos decidirlo nosotros, no el Estado. En uno de los ensayos de su inefable “Less than one”, cuenta Joseph Brodsky cómo, por ser él hijo único, la vivienda que el Estado soviético había asignado a su familia debía tener estrictamente una habitación y media. La media habitación, que era la suya, no podía tener puerta, y el joven Brodsky trataba de suplirla con anaqueles de libros y otros artificios sin conseguir, pese a sus esfuerzos, tener jamás la sensación de tener una vida privada. La amenaza última era la delación –que podía provenir no sólo de un inspector del Estado, sino también de un amigo, de un vecino o incluso de un pariente- y, consiguientemente, la cárcel o, en los casos extremos, el gulag. Aquellas primeras barricadas revolucionarias de los obreros en las calles de Moscú habían terminado convirtiéndose en barricadas del individuo en el último reducto de su hogar frente al ojo omnipresente de Big Brother.

¿Llegaremos también nosotros a 1984? Nadie es adivino, pero el sendero que seguimos conduce en esa dirección. Hace poco tiempo, me he ofrecido como voluntario para colaborar con una asociación sin ánimo de lucro. Cuál no ha sido mi asombro cuando me he enterado de que también las actividades voluntarias están reglamentadas por ley. Para ayudar a un toxicómano a resistir el síndrome de abstinencia, para conducir la silla de ruedas de un discapacitado o para enseñar a leer a un grupo de inmigrantes es obligatorio hacer previamente un curso y tener contratado un seguro. La ley ni siquiera prevé la posibilidad de que yo firme un papel asumiendo toda la responsabilidad de mis actos. Faltaría más.

Uno tiende a pensar que hay alguna diferencia entre las democracias y las dictaduras. Al fin y al cabo, también las dictaduras afirman legislar “por nuestro bien”, también en las dictaduras se celebran elecciones “democráticas”, y también las dictaduras proclaman con grandes palabras la independencia del poder judicial. Es cierto que en tiempos del general Franco uno podía escoger entre el Opus, la Falange y el Movimiento, mientras que ahora uno puede elegir de entre dos o tres partidos con inmunidad parlamentaria que controlan los medios de comunicación y los sindicatos y que sólo rinden cuentas al que confecciona las listas electorales. Puede que esto sea una diferencia cualitativa, pero ¿quién ha elegido democráticamente a Mario Monti, Antonis Samaras, José Manuel Durao Barroso o Herman van Rompuy?

En el centro de este gigantesco laberinto de Creta hay un solo principio en juego: un individuo mayor de edad es capaz de votar y de pagar impuestos, pero no es responsable de sus actos. En particular, no deben ser los padres, sino el Estado, los responsables de la educación de sus hijos. Así pues, teniendo en cuenta que –ya lo anunció Rousseau, no sé si antes o después de enviar a sus cinco hijos a un hospicio- todo el mundo es bueno, los padres han ido cediendo a las consignas de libertad sacrosanta sin contrapartida, con el resultado de que, hace dos noches, doce mil jóvenes en estado de intoxicación aguda por alcohol y otras sustancias, muchos de ellos menores de edad, han aplastado a cinco niñas espantados por unos petardos.

No sé si alguien será declarado algún día responsable de esas muertes. De lo que no tengo duda es de que las Autoridades tomarán cartas en el asunto, y de que Big Brother avanzará un pasito más hacia la última barricada de nuestro cuarto de estar.


Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

 
Turbo Tagger