viernes, 2 de noviembre de 2012

La rendición sigilosa


Una de las pocas noticias no políticas ni económicas que han ocupado los medios de comunicación en los últimos días ha sido la muerte de varias chiquillas en un recinto de Madrid a causa de una marea humana. El desencadenante, según testigos, fue el lanzamiento de unos petardos o bengalas en mitad de la aglomeración. El recinto tiene un aforo nominal de aproximadamente 10.000 personas, y los organizadores aseguran que habían vendido mil entradas menos del máximo permitido. Sin embargo, muchos jóvenes han declarado haberse colado sin dificultad, por lo que el número total de personas que abarrotaban el recinto fue probablemente mucho mayor. Las salidas de emergencia estaban cerradas y, después del incidente, a pesar de que los organizadores sabían ya que había tres personas muertas y dos en estado crítico, la fiesta se prolongó hasta las habituales 6 de la mañana.

Como era de esperar, tanto la prensa escrita como las tertulias nacionales se han lanzado de cabeza a sacar conclusiones. Pero, salvo alguna alusión tangencial (y, por supuesto, temerosa de la incorrección política), ninguno ha acertado a diagnosticar el verdadero significado del suceso. Por supuesto, nadie quiere ser responsable de los hechos aunque, como es habitual, las miradas de periodistas, políticos y padres de familia se dirigen ya a las autoridades. No importa qué autoridades: el Ayuntamiento, la Comunidad Autónoma, el Ministerio, el Parlamento o el Presidente del Gobierno. Autoridades nunca faltan. Lo único que parece claro es que, a partir de ahora, los controles en los actos públicos, particularmente los de diversión juvenil, aumentarán inexorablemente. Naturalmente, cuando digo autoridades quiero decir: el Estado.

Es la tendencia del último medio siglo en las democracias occidentales: proclamar hermosas palabras, otorgar libertad rousseauniana al individuo y cuando, inexplicablemente, éste no se comporta como Rousseau había previsto, imponer prohibición tras prohibición y, de paso, burocratizar la vida cotidiana. Nuestra vida cotidiana. Hemos perdido ya libertad para construir en nuestro terreno, para abrocharnos o no el cinturón de seguridad, para usar o no casco en nuestras motos y bicicletas, para permitir o no fumar en nuestros negocios, para fumar en público sin molestar a nadie, para escoger el sexo de los miembros de nuestro consejo de administración, para castigar a nuestros hijos y, dentro de poco, hasta para decidir el contenido de las hamburguesas que queremos comer. Poco a poco, el Estado va metiendo las narices en nuestra sopa, en nuestros hábitos y en nuestra propiedad privada. Y nosotros, poco a poco, nos vamos dejando. Naturalmente, lo hacen por nuestro bien, y eso debería bastar.

El problema es que nuestro bien deberíamos decidirlo nosotros, no el Estado. En uno de los ensayos de su inefable “Less than one”, cuenta Joseph Brodsky cómo, por ser él hijo único, la vivienda que el Estado soviético había asignado a su familia debía tener estrictamente una habitación y media. La media habitación, que era la suya, no podía tener puerta, y el joven Brodsky trataba de suplirla con anaqueles de libros y otros artificios sin conseguir, pese a sus esfuerzos, tener jamás la sensación de tener una vida privada. La amenaza última era la delación –que podía provenir no sólo de un inspector del Estado, sino también de un amigo, de un vecino o incluso de un pariente- y, consiguientemente, la cárcel o, en los casos extremos, el gulag. Aquellas primeras barricadas revolucionarias de los obreros en las calles de Moscú habían terminado convirtiéndose en barricadas del individuo en el último reducto de su hogar frente al ojo omnipresente de Big Brother.

¿Llegaremos también nosotros a 1984? Nadie es adivino, pero el sendero que seguimos conduce en esa dirección. Hace poco tiempo, me he ofrecido como voluntario para colaborar con una asociación sin ánimo de lucro. Cuál no ha sido mi asombro cuando me he enterado de que también las actividades voluntarias están reglamentadas por ley. Para ayudar a un toxicómano a resistir el síndrome de abstinencia, para conducir la silla de ruedas de un discapacitado o para enseñar a leer a un grupo de inmigrantes es obligatorio hacer previamente un curso y tener contratado un seguro. La ley ni siquiera prevé la posibilidad de que yo firme un papel asumiendo toda la responsabilidad de mis actos. Faltaría más.

Uno tiende a pensar que hay alguna diferencia entre las democracias y las dictaduras. Al fin y al cabo, también las dictaduras afirman legislar “por nuestro bien”, también en las dictaduras se celebran elecciones “democráticas”, y también las dictaduras proclaman con grandes palabras la independencia del poder judicial. Es cierto que en tiempos del general Franco uno podía escoger entre el Opus, la Falange y el Movimiento, mientras que ahora uno puede elegir de entre dos o tres partidos con inmunidad parlamentaria que controlan los medios de comunicación y los sindicatos y que sólo rinden cuentas al que confecciona las listas electorales. Puede que esto sea una diferencia cualitativa, pero ¿quién ha elegido democráticamente a Mario Monti, Antonis Samaras, José Manuel Durao Barroso o Herman van Rompuy?

En el centro de este gigantesco laberinto de Creta hay un solo principio en juego: un individuo mayor de edad es capaz de votar y de pagar impuestos, pero no es responsable de sus actos. En particular, no deben ser los padres, sino el Estado, los responsables de la educación de sus hijos. Así pues, teniendo en cuenta que –ya lo anunció Rousseau, no sé si antes o después de enviar a sus cinco hijos a un hospicio- todo el mundo es bueno, los padres han ido cediendo a las consignas de libertad sacrosanta sin contrapartida, con el resultado de que, hace dos noches, doce mil jóvenes en estado de intoxicación aguda por alcohol y otras sustancias, muchos de ellos menores de edad, han aplastado a cinco niñas espantados por unos petardos.

No sé si alguien será declarado algún día responsable de esas muertes. De lo que no tengo duda es de que las Autoridades tomarán cartas en el asunto, y de que Big Brother avanzará un pasito más hacia la última barricada de nuestro cuarto de estar.


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