sábado, 21 de septiembre de 2013

Malos contra malos

"En un período de revolución, el poder político tiene derecho a decidir en el último recurso si las decisiones judiciales se corresponden o no con las altas metas y necesidades históricas de transformación de la sociedad, las que deben tomar absoluta precedencia sobre cualquier otra consideración; en consecuencia, el Ejecutivo tiene el derecho a decidir si lleva a cabo o no los fallos de la Justicia"

Esta esplendorosa frase fue pronunciada hace 40 años por un gran 'demócrata': Salvador Allende. En otras palabras: el fin (cuando uno es de izquierdas) justifica los medios. Lo que Allende declaraba en aquel entonces (por si alguien no se quería -o todavía no se quiere- enterar) describe tan fielmente lo que está sucediendo en Cataluña desde hace treinta años (ante la lánguida mirada de los 'demócratas' del PPSOE), que no he podido evitar hacerme algunas preguntas. Ingenuas, por supuesto.

Me pregunto, por ejemplo, si Artur Mas terminará dejándose barba, como aquel gran faro del totalitarismo hispano llamado Fidel Castro. Con la prominente mandíbula que caracteriza a don Artur, el resultado puede ser temible. Mucho más todavía si, por coherencia, adoptara como vestimenta oficial un uniforme militar de campaña. No será fácil, en cambio, que lo veamos con un puro entre los labios, porque los tiempos han evolucionado y la izquierda mediática lleva años empeñada en culpabilizarnos de no ser lo bastante conservadores (de la salud, del medio ambiente, de las lenguas locales, del patrimonio artístico- incluido el religioso-, de la velocidad en carretera, del puesto de trabajo, de los consejeros en las cajas de ahorros: sí, conservadores). Y Mas, que es revolucionario frente a las Constituciones democráticas pero conservador dentro de la tribu, querrá dar ejemplo, imagino.

Me pregunto también si, siguiendo las huellas de su predecesor chileno, llenaría Cataluña de 'asesores' cubanos. O si miraría para otro lado en la eventualidad de que el ala radical del nacionalismo se armara hasta los dientes, como hizo Allende con los MIR y -hay quien sospecha- con los sindicatos. Si expropiaría las empresas 'españolas', como Allende expropió en su tiempo las empresas mineras americanas. O si se encerraría también en un salón de la Generalidad para suicidarse, en el inverosímil caso de que el Gobierno de España decidiera algún día hacer cumplir la Constitución que juró acatar. 

Llámenme ustedes lo que quieran, pero o hay unas reglas de juego o no las hay. Y no hay término medio, lo siento. Si una parte de la Administración española (en este caso, la Generalitat) decide romper una carta, la baraja ya no sirve. Y no sirve para nadie, porque con esa baraja habíamos acordado formalmente jugar todos. Eso, nos guste o no, es la democracia, y jugando a Salvador Allende el Sr. Mas y sus predecesores dan pruebas inequívocas de NO haber sido nunca demócratas, pese a lo pomposamente que pudieran declarar serlo. 

En realidad, el ascenso del nacionalismo catalán es una película de malos y malos. La Constitución que tenemos fue posible gracias a un encomiable acuerdo entre todas las facciones de la oposición al franquismo, entre ellas los nacionalistas catalanes. Unos cedieron en unas cosas y otros en otras, pero el resultado final fue un 'acuerdo entre caballeros'. Los más centralistas consintieron en una nueva estructura autonómica, mientras que los nacionalistas, con su firma, aceptaron formalmente seguir siendo parte de España.

Esas son todavía las reglas del juego. En la práctica, sin embargo, el traspaso de las competencias de educación fue concienzudamente utilizado para incumplir no sólo la Constitución, sino, sobre todo, su espíritu. Desde la más tierna edad, cientos de miles de niños aprendían todos los años en la escuela que España era una potencia opresora integrada por incultos, vagos y ladrones. La inmersión lingüística se convirtió, así, en una cabeza de puente para la inmersión ideológica, y el resultado de ello, sumado a la prodigalidad de las subvenciones, nos ha llevado a todos a la situación en que nos encontramos en este punto de la Historia.

Esos son los malos. Pero en el otro bando están también los otros malos. (El único bueno de esta historia fue quizá Tarradellas, que al regresar de Francia se dirigió a la multitud que lo vitoreaba como "ciudadanos de Cataluña"). Los otros malos eran los que dejaban hacer. Quiero decir, los que dejaban que se incumpliera flagrantemente la Constitución y no movieron un dedo para defender a los no nacionalistas frente a la apisonadora nacionalista. A medida que se iban transfiriendo competencias, las autonomías empezaron a perfilarse, de facto, como feudos intocables, en los que nadie se molestaba en meter las narices porque, en fin de cuentas, todos tenían su 'nacioncita' donde hacer y deshacer a su antojo. 

El provincianismo es el entorno ideal para los políticos españoles, que hacen sistemáticamente el ridículo en medios internacionales por no saber idiomas y que, a lo largo de los siglos, han visto cómo un imperio en el que no se ponía el sol ha ido desgajándose y desmenuzándose hasta llegar a la centrifugadora final, en la que giramos ahora todos a bastantes revoluciones por minuto. Cuando, finalmente, Cartagena declare otra vez la guerra a Murcia y se erija en cantón independiente, sabremos que se estará cerrando por fin un largo ciclo histórico iniciado en el Neolítico: el retorno a la tribu como modo de convivencia social. 

Aunque, para entonces, quizá vivir en Africa sea mucho más estimulante.


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