jueves, 21 de noviembre de 2013

Du côté de chez Darwin

Igual que uno no puede evitar amar el chocolate, yo no puedo evitar hacerme preguntas sobre la teoría de la selección natural. Esta no es la primera ocasión en que hablo del asunto, y espero no repetirme mucho. Ya me he referido en otras ocasiones al instinto de ciertas abejas que desovan en el interior de ciertas arañas para que sus crías, al nacer, se alimenten del cuerpo aún vivo de la araña. El consentimiento de la araña se consigue paralizándola, es decir, clavándole el aguijón en un punto milimétricamente preciso para inyectarle la sustancia paralizante.

Desde que leí por primera vez esta historia, me he preguntado muchas veces cómo puede la abeja saber el lugar exacto en que debe clavar el aguijón. ¿El algoritmo 'Identifica la especie X - Clávale el aguijón en el punto Y - Inyecta tu veneno - Desova' se ha formado en su sistema nervioso por selección natural? Ya sé que la selección natural no opera de hoy para mañana, sino en el transcurso de miles, quizá millones de generaciones, pero ¿cuántos millones de años necesita un chimpancé para escribir el Quijote golpeando sin parar las teclas de un teclado?

La comparación no es del todo buena, porque tendríamos que dejar que nuestro chimpancé partiera con ventaja. Antes de él, otros millones de chimpancés habrían ido mejorando textos cada vez más parecidos al Quijote. Golpeando el teclado al azar, naturalmente. Pero, aún así, mi pregunta sigue en pie: ¿cuántos millones de generaciones de chimpancés harían falta para llegar a escribir una reproducción exacta del Quijote, salvo posiblemente alguna que otra coma, acento o vocal equivocada?

Hace años, en Ginebra, anidó en el hueco de mi ventana una golondrina que no parecía muy azorada por mi presencia al otro lado del vidrio. Así que me entretuve en observar cómo construía el nido, y reparé en que no siempre usaba ramitas recogidas del suelo, sino que de cuando en cuando recogía también las tiritas de celofán desechadas después de abrir los paquetes de cigarrillos y las entretejía con las demás ramitas. ¿Era una confusión, o el resultado de una abstracción? Las tirillas de celofán, en efecto, desempeñaban perfectamente la misma función que las ramitas. ¿Estaba la golondrina obedeciendo ciegamente el algoritmo 'Recoge cualquier cosa que parezca una ramita - Trénzala en el nido que estás fabricando'? ¿O estaba buscando objetos que le sirvieran para trenzar (es decir, tenía un plan)? Aunque a primera vista no lo parezca, son dos cosas completamente distintas.

Digo esto porque me parece imposible negar que, para evolucionar, la selección natural tiene que operar también sobre abstracciones. Nacer con alas por efecto de una mutación no sería más que una rémora si uno no naciera además con la facultad de usarlas. Sería un callejón sin salida evolutivo, y la mutación no reportaría ninguna ventaja a efectos de supervivencia, sino más bien al contrario. Algo así como roncar por las noches.

Pero tampoco basta con tener alas y poder usarlas. Hay que poder usarlas para volar. Sin caerse. Si alguna vez un animal naciera con alas y lo único que supiera hacer con ellas es aplaudir, ¿deberían pasar unos cuantos miles de generaciones más hasta que otra mutación le permitiera volar? Es bastante dudoso, a menos que sus predadores, halagados por los aplausos, le perdonaran la vida.

Hay otro aspecto de la selección natural más abstracto todavía. Me refiero a los extremos de comportamiento de los seres humanos. El bien y el mal, el caos y el orden, el egoísmo y la generosidad, la zafiedad y el refinamiento. ¿Por qué, después de miles de generaciones seleccionando a los más aptos, ninguno de esos rasgos ha conseguido triunfar sobre su opuesto? La única respuesta que se me ocurre es que se necesitan mutuamente. Por alguna razón que se me escapa, una sociedad de Teresas de Calcuta o de estranguladores de Boston tiene menos probabilidades de sobrevivir que una sociedad en la que coexisten ángeles y demonios.

Lo mismo sucede con los sexos. Si los machos o las hembras de una especie tuvieran una sola posibilidad más de sobrevivir, tarde o temprano la especie se habría extinguido. Sin embargo, pese a las innumerables guerras libradas por los varones a lo largo de la Historia, los porcentajes de machos y hembras humanos se siguen manteniendo dentro de unos márgenes sostenibles. ¿Querrá esto decir que las guerras son necesarias para mantener el equilibrio 'ecológico' entre los sexos? No necesariamente. En algún sitio creo haber leído que después de una guerra el porcentaje de varones que nacen aumenta ligeramente, como si la naturaleza supiera que tiene que compensar el déficit.

Todo esto es muy misterioso, y no tengo ni idea de cómo lo explicaría el Sr. Darwin. La especie humana ha sobrevivido al Neolítico, a la Edad Media, al football y a José Luis Rodríguez Zapatero y, pese a tamaños percances, sigue habiendo pintores exquisitos y personas que disfrutan contemplando sus cuadros. Supongo que el sueño de una Humanidad sensible y cultivada es una utopía, pero me queda el consuelo de saber que, por más que se lo propongan, los zafios nunca conseguirán conquistar el mundo.

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1 comentario:

Esperanza Suárez dijo...

Divertidísima reflexión.

 
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