martes, 25 de marzo de 2014

Crimea

En el año 1971 crucé por primera vez el telón de acero. Fue en Checoslovaquia. Hacía sólo tres años que tanques rusos habían sofocado en Praga un intento de distanciarse de la Unión Soviética. La ciudad, una de las más bellas del mundo, me pareció entonces sórdida y kafkiana. Sus edificios y monumentos tenían un aspecto triste y descuidado, apenas había cines o espacios de diversión, y la presencia del Estado era ominpresente. Yo venía de la España franquista, y todavía ahora les explico a quienes se quejan de Franco que no tienen ni idea de lo que es una verdadera dictadura.

Después conocí otros países de la órbita soviética: Croacia, Hungría, Eslovenia, Cuba y Bulgaria. Tras la desintegración de la Unión Soviética en 1991, las prisas de la Europa oriental por aproximarse a la UE y a la OTAN me parecieron perfectamente comprensibles, y durante todo este tiempo me he preguntado cómo se sentirían muchos rusos después de pertenecer a un imperio venido a menos que, durante medio siglo, dominó aproximadamente la mitad del planeta.

Parecía que con la nueva ola de democracia el mundo se convertiría en una balsa de aceite. Un tal Fukuyama se apresuró a vaticinarlo, y algún que otro intelectual poco aficionado a los libros de historia se sumó con entusiasmo. Al fin y al cabo, también el Imperio Británico se desintegró no hace tanto tiempo y los British supieron resignarse y prosperar pacíficamente. Pero lo cierto es que, si en el mundo no hubiera habido guerras, los libros de Historia tendrían quince o veinte páginas solamente.

En pocos años, la OTAN y la UE avanzaron hasta las puertas mismas de Rusia: no sólo la Alemania oriental, sino también Polonia, la República Checa, Eslovaquia, Rumanía, Bulgaria y los países bálticos se apresuraron a integrarse en el bloque 'occidental'. En pocos años, Rusia era ya sólo la sombra de un imperio, y tal vez esa fue una de las razones por las que Putin llegó democráticamente al poder: la recuperación del maltrecho orgullo nacional.

En el mundo siguieron pasando cosas, y durante un cuarto de siglo Rusia se mantuvo en segundo plano de la actualidad política. La intervención en Georgia causó un cierto revuelo, pero en poco tiempo las aguas volvieron a su cauce. Parecía que el mundo había aceptado que Rusia, como Estados Unidos o China, tenía también su área de influencia y, más o menos a regañadientes, se fueron calmando.

Pero nadie contaba con la burocracia de la Unión Europea. Esa especie de Politburó jurásico instalado en Bruselas y centrado miopemente en ampliar mercados y especificar con pelos y señales cómo deberá ser el bienestar de los ciudadanos. Es decir, el de usted y el mío. El nombramiento de los oscuros funcionarios van Rompuy y Catherine Ashton como Presidente y encargada de asuntos exteriores, respectivamente, parecía una buena idea, excepto por algún pequeño detalle: no sólo no habían sido elegidos democráticamente, sino que pronto se vio que no le hacían la menor sombra a los dirigentes de Francia, Alemania o Reino Unido, que seguían protagonizando la escena internacional. De eso se trataba, dirá algún mal pensado.

El caso es que la UE no tiene una política internacional que conjugue las de sus países integrantes, y que debería abarcar desde Africa hasta Australia pasando, inevitablemente, por Ucrania. A sus mismas puertas dejaron desangrarse a Yugoslavia, y tuvieron que venir los Estados Unidos a resolverles el problema. A la sombra del primo forzudo americano enviaron algunas tropas a Iraq y a Afganistán, y si intervinieron en Libia fue, cabe sospechar, por el petróleo y porque era facilito.

Mientras la OTAN liberaba Kuwait, intervenía en Iraq e imponía la paz en Yugoslavia el gobierno ruso se mantuvo a distancia de los acontecimientos. Todas aquellas intervenciones estaban fuera de su área de influencia, y el proverbial oso ruso parecía dormitar junto a la llave de los gasoductos que abastecen Europa. Hasta que Europa empezó a hacerle cosquillas.

Tan recientemente como 2013, la negativa de Merkel a rescatar Chipre debió de hacer pupa a más de un ruso adinerado, cuyo capital en los bancos chipriotas se volatilizó de la noche a la mañana. Sin embargo, no contenta con eso, la Unión Europea propuso a Ucrania un acuerdo que, a medio plazo, podía significar la ruptura de ese país con Rusia y su pase 'al otro bando'.

El concepto de 'otro bando' tiene, sospecho, significados distintos para unos y otros. Para Rusia, Ucrania tiene un alto valor estratégico. Ucrania es el granero de Europa, y las bases rusas en Crimea son la única salida de Rusia al Mediterráneo y la única cuyas aguas no se congelan durante nueve meses al año. Para el resto del mundo, Crimea es una península difícil de localizar en el mapa que vive, o vivió, del turismo y que no amenaza la seguridad de nadie en su sano juicio.

Leyendo las declaraciones de algunos políticos americanos y europeos, sin embargo, me ha sorprendido descubrir que todavía hay quien identifica a Rusia con la Unión Soviética. Dejemos las cosas claras: el verdadero enemigo de Occidente era el régimen soviético, no Rusia como país. El régimen soviético ya no existe, y Rusia ahora es una democracia. Le podemos poner muchos peros a la democracia rusa, como se los podemos poner a la democracia española, pero los tiempos en que Stalin colectivizó por la fuerza y exterminó a los campesinos ucranianos son ya historia.

Leyendo las noticias sobre Ucrania y los comentarios de sus lectores estoy descubriendo que, en las mentes de muchos, la guerra fría todavía no ha terminado. Supongo que es un fenómeno de histéresis colectiva, pero no ayuda mucho a la causa de la paz internacional. Tanto más cuanto que va acompañada de un cierto sentimiento de superioridad de los países occidentales, que parecen tratar de dar lecciones a los dirigentes rusos sobre cómo comportarse en sociedad.

Toda esta retórica mohosa evidencia un doble rasero. Occidente no cuestiona su derecho a invadir Iraq y a anexionarse la Europa oriental, pero acusa a Rusia de imperialismo por asegurarse un pequeño bastión de población mayoritariamente rusa. Ese tipo de actitudes, aunque no fueran más que palabrería, tienden a levantar ampollas en los acusados. La política internacional debe regirse por intereses racionales, y la irracionalidad es un ingrediente muy peligroso, que puede terminar empujando a los países a actuar contra sus verdaderos intereses.

Es posible que todo sea mera retórica y que, entre bastidores, las grandes potencias hayan llegado ya a un acuerdo sobre el reparto de áreas de influencia. Es posible. Pero, si no es así, el juego de fuerzas es complejísimo, y es muy difícil vaticinar lo que sucederá a continuación.

Rusia podría cerrar la llave del gas a Europa, pero su economía sería la primera perjudicada, ya que depende de unos gasoductos que, además de representar una enorme inversión, no son transportables. Europa no saldría tampoco bien parada, porque tendría que importar el gas de Estados Unidos a un precio mucho mayor, y la Unión Europea se hundiría en otra gran recesión. Y, en cuanto a Ucrania, podría conformarse con el status quo, pero también podría entrar en una dinámica beligerante.

Ucrania es un país que, en realidad, no existe. Es un patchwork hecho de trozos de Polonia, Austria, Rusia, Bulgaria, Hungría, Rumanía, Moldavia, Bielorrusia, Armenia e incluso Grecia, y sus héroes nacionalistas fueron pro-nazis durante la segunda guerra mundial. Si el gobierno ucraniano se empeña en ponerse emocional, puede crear serios problemas.

La Historia nos enseña que el componente irracional ha sido el principal desencadenante de los peores conflictos que el mundo ha conocido. Esperemos, pues, que prevalezca el sentido común en el 'bando' occidental. Y, puestos a escribir a los Reyes Magos, que el Politburó de Bruselas sea sustituido por verdaderos dirigentes con carácter y con visión de la Historia. A ser posible, elegidos democráticamente.

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