domingo, 7 de mayo de 2017

La moral como meteorología

Erase una vez un libro sagrado que predicaba la bondad... y, al mismo tiempo, la maldad.

No sé si algún lector se habrá escandalizado al leer un comienzo como éste, pero no debería. Señalar las contradicciones de un libro sagrado no tiene mayor trascendencia que exclamar '¡abracadabra!', o que evocar aquella enigmática frase que traía de cabeza a los filósofos españoles en el siglo XVII: "¿Acaso una quimera zumbando en el vacío puede comer segundas intenciones?" Hasta qué punto un libro sagrado es congruente o incongruente, es irrelevante. Lo único que debería importarnos, en realidad, es hasta qué punto esas coherencias e incoherencias determinan nuestra realidad, nuestra felicidad y nuestra libertad.

Las religiones no son distintas ni de sus creyentes ni de sus descreídos. Son, simplemente, como ellos. La Grecia antigua tuvo la lucidez de entender esto, y construyó un complejo universo religioso cuyos dioses albergaban pasiones variopintas y, no pocas veces, contrapuestas: exactamente las mismas que sus creadores. Porque han sido los humanos quienes han creado a los dioses, y no a la inversa. Lo malo es que los dioses, siendo algo tan íntimo e intransferible como la ropa interior, no existen sólo en la mente de sus creyentes. Los dioses pueden llegar a cobrar realidad cuando son muchos los fieles que creen en ellos. Me explicaré.

A lo largo de la historia, centenares de millones de personas han leído el libro sagrado al que me estoy refiriendo. Sin embargo, si preguntamos a una de ellas al azar, con toda probabilidad nos hablará de palabras hermosas: amor, respeto, piedad, honradez. Difícilmente oiremos de ella que, en ese mismo libro sagrado, su Dios ordenaba dar muerte a quienes desobedecían sus mandamientos y, según las circunstancias, ordenaba a sus fieles perpetrar saqueos o violaciones, esclavizar a otros seres humanos o abusar de criaturas indefensas.

Según las circunstancias. Si algo es el alma humana, es una violenta tempestad de pasiones enfrentadas, disimuladas bajo una delgadísima pátina de civilidad. Ocultamos el alma del mismo modo que ocultamos la ropa interior, y para mostrarnos a los demás necesitamos una vestimenta. O, por lo menos, unos ritos. En una playa podemos exhibirnos con mucho menos pudor que si nos desnudáramos en mitad del autobús, pero no nos sentimos ni la mitad de incómodos, porque estamos cumpliendo un rito. Para adoptar una apariencia de orden, el alma humana necesita ritos. Ni siquiera importa que sean incoherentes si a nuestro alrededor los han adoptado también nuestros semejantes. Eso es la religión.

El libro sagrado al que me estoy refiriendo es la Biblia. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento. El dios de los judíos y el dios de Jesucristo, si es que eran el mismo, ordenaron asesinar, violar, lapidar, sacrificar, saquear y sojuzgar a miles de seres humanos, y para constatarlo lo único que hay que hacer es leer a sus profetas. Simplemente eso: leerlos. Sin hacer la vista gorda cuando no nos conviene.

Pero no serviría de nada. Dios podría bajar mañana del cielo, liarse a botellazos en una casa de lenocinio y disparar borracho contra los demás clientes, y sus creyentes encontrarían siempre la forma de justificarlo. "Es una parábola", o "hay que interpretar los hechos en su contexto histórico", o "no era El, sino una visión engañosa inspirada por Satán". Cualquier explicación sería aceptable para quien desea creer. O tal vez sea más correcto decir "para quien necesita creer". Las pasiones son una meteorología demasiado compleja para afrontarlas sin prejuicios.

Lo malo es que, como seres humanos, esos prejuicios colectivos nos afectan a todos, incluso a quienes somos incapaces de refugiarnos bajo su paraguas. No nos engañemos: la realidad no es lo que usted o yo creamos o dejemos de creer, sino lo que la mayoría de nuestros congéneres entiende por realidad. Ha habido épocas de la historia en que la Tierra era plana, en que unas pobres mujeres sugestionables eran brujas malevolentes, o en que los médicos podían asistir a una parturienta sin lavarse las manos. No importaba lo que creyera una minoría de sensatos irrisorios: la realidad era esa. O, al menos, esa era la realidad que los afectaba a ellos. La que podía aislarlos social, profesional o sexualmente, privarlos de sustento o dar con sus huesos en la hoguera.

Conclusiones como esta son demoledoras. Por más esfuerzos que hagamos, la meteorología de las emociones es imposible de estructurar, y a lo largo de la vida los vaivenes de la realidad --de lo que las mayorías entienden por realidad-- son tan imprevisibles como las borrascas y anticiclones de la meteorología atmosférica. Lamento no poder ser más optimista, pero el único consejo moral que soy capaz de ofrecer a mis lectores desnortados es una vieja consigna, tan antigua como el mundo: sálvese quien pueda.

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

No hay comentarios:

 
Turbo Tagger