domingo, 20 de agosto de 2017

Borricofobia

No, no tengo nada contra los borricos, aunque sí contra los que se comportan como ellos. A saber: deteniéndose de repente en mitad del camino y empecinándose en no mover una pezuña por muchos improperios que uno profiera y por muchos correazos que uno --metafóricamente-- les arree. No es un prejuicio. Es que si los borricos se empeñan, por ejemplo, en cerrarme el paso cuando es evidente que se nos acerca un huracán, pues el disgusto será malo, pero peor será el huracán.

Según el DRAE, el sufijo '-fobia' significa 'aversión' o 'rechazo', lo cual en teoría me permitiría acuñar no sólo términos muy personales, como 'gazpachofobia', 'facebookfobia', 'caninofobia', 'burocratofobia' o 'twitterfobia', sino muchísimos más que son simplemente de sentido común, como 'seismofobia', 'ladronfobia', 'rayofobia', 'chichonfobia', 'estafofobia', 'naufragiofobia', 'infartofobia' y un largo etcétera, incluido por supuesto el título de esta digresión.

En resumen, tenemos aversión o rechazo a todo lo que nos disgusta o amenaza directamente. Un terremoto en la Conchinchina, sí, nos puede mover a compasión, pero en el fondo --seamos sinceros-- nos trae bastante sin cuidado. Aun así, ha habido en la historia episodios tan horripilantes que uno no puede permanecer indiferente aunque los considere irrepetibles (quizá porque un sexto sentido nos dice que no lo son). Dos de los más conocidos son el nazismo y el comunismo.

Como hablar de 'comunistofobia' puede ser --por desgracia-- controvertido, centrémonos en la que es probablemente la más universal de todas las fobias, que podríamos bautizar desde ahora mismo como 'nazifobia'. (De nada, DRAE).

No hace falta ser judío para ser nazífobo. Basta con ponerse en el pellejo --nunca mejor dicho-- de los ocupantes de los barracones de Auschwitz. Desde luego, los militares alemanes eran realmente malvados, y prueba de ello es que, en las películas, nos alegramos muchísimo cuando mueren. Rara vez se nos ocurre pensar que, del sargento para abajo, muchos de aquellos soldados estaban allí contra su voluntad. Por simple cálculo de probabilidades, es prácticamente seguro que en la segunda guerra mundial más de un americano del Ku-Klux-Klan causó la muerte de más de un alemán demócrata y bondadoso. Pero cuando a uno le declaran la guerra no se puede andar con pamplinas. Salvar el pellejo es prioritario.

Sin embargo, parece evidente que aquí falla algo. Analicemos bien el signifcado de las palabras que usamos. ¿Desear la muerte de aquel bondadoso alemán es nazifobia? Una cosa es que aquel pobre hombre formara parte del ejército nazi, y otra muy distinta es que él mismo lo fuera. De modo que haríamos bien en distinguir las dos cosas. Yo tengo aversión a las ideas nazis. Y, si alguien me las trata de imponer, lo que tengo que hacer es defenderme. Aun sabiendo que podría estar aliándome a un cerdo supremacista blanco para liquidar a un infortunado pacifista angelical.

Tamaños horrores son imposibles de evitar cuando la guerra ha sido declarada. Precisamente por eso nos conviene tener las ideas muy claras. La nazifobia --al igual que otras fobias que está mal visto mencionar-- es esencial para nuestra supervivencia. Implica combatir --y, a ser posible, erradicar-- las ideas que nos amenazan, que es la manera más civilizada de evitar una guerra. Si, por un error conceptual, nos avergonzamos de nuestra nazifobia y la convertimos en un tabú, podríamos terminar paralizados ante el enemigo.

Efectivamente: como los borricos.

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