domingo, 31 de diciembre de 2017

Carretera al cielo

Regresó del via crucis, agotada. No tenía ganas de cenar. Se dejó caer encima de la cama, cerró los párpados y exhaló un suspiro hondo. En pocos segundos, las tinieblas del sueño la envolvieron. Se quedó dormida.

Descubrió que flotaba en lo alto de una nube azul, rodeada de querubines. En sus manos, una lira. Era maravilloso, porque sus dedos sabían exactamente cómo tañer las cuerdas para arrancarle aquellas armonías sublimes, sobrehumanas. Cerró sus párpados también en el sueño y se dejó embelesar por su propia música. Con los párpados cerrados no veía. Como Cupido... ¿También ella sería capaz de disparar una flecha sin mirar, y acertar? Y quien recibiera la flecha, ¿de quién se enamoraría?

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miércoles, 27 de diciembre de 2017

El Fénix catalán

La Cataluña que yo amé no ha muerto. A pesar del intento de incinerarla perpetrado por una pandilla de palurdos medievales autodenominados 'nacionalistas', la verdadera Cataluña, la Cataluña que no ha perdido el tren de la historia, creativa y sensata, rauxa y seny al mismo tiempo, ha resurgido de sus cenizas. Héla aquí:

http://www.bcnisnotcat.es/

Ojalá que algún día ellos lleguen a ser el verdadero motor de una España demasiado enquistada también en el provincianismo y en el conformismo suicida. Muchos ánimos, tabarneses. Desde la distancia del exilio os deseo lo mejor, de todo corazón.

Mucho mejor así:



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lunes, 25 de diciembre de 2017

Viajar en el tiempo

Todos hemos deseado alguna vez viajar en el tiempo. Y lo hemos hecho. Rebobinando las películas en videocassette, en los años 90, o apretando la tecla 'Deshacer' en nuestra pantalla, todos o casi todos hemos viajado en el tiempo. Pero, incluso aunque no hiciéramos nada o nos quedáramos dormidos, estaríamos también viajando en el tiempo, querámoslo o no, a la inexorable velocidad de 60 minutos por hora. El problema es que, hagamos lo que hagamos, el tiempo siempre termina arrastrándonos en una única dirección.

El tiempo es también un viaje desde el orden hacia el desorden. Un vaso puede romperse en mil pedazos, pero esos mil pedazos nunca se levantarán solos del suelo para volver a juntarse en el vaso y dejarlo como estaba. Es cierto, podemos recogerlos uno por uno y después pegarlos, pero para eso tendremos que mover unos cuantos músculos, y para mover esos músculos necesitaremos una energía que sólo podemos conseguir desordenando alimentos en nuestro estómago. No hay escapatoria. Y, por si esto fuera poco, la teoría de la relatividad nos dice que para viajar en el tiempo hay que conseguir moverse más aprisa que la luz.

La velocidad de la luz es una barrera que divide dos mundos. En el nuestro, por mucho que aceleremos no podremos jamás alcanzarla, porque necesitaríamos una cantidad de energía infinita. Al otro lado de la barrera, un objeto podría moverse más aprisa que la luz, pero nunca podría frenar hasta alcanzar la velocidad de la luz, porque para ello necesitaría también una energía infinita. Cosas de la física.

En realidad, ni siquiera sabemos lo que es el tiempo. No sabemos si es infinitamente continuo o si está hecho de átomos, como la materia. No sabemos si en algún confín remoto del universo, o en algún futuro o pasado lejanísimos, el tiempo se curva sobre sí mismo y un paseante podría encontrarse con su bisabuelo a la vuelta de la esquina. En el interior de un agujero negro, si se dieran las condiciones adecuadas, retroceder en el tiempo sería posible, pero entonces no sería posible retroceder en el espacio.

Muchos físicos se han devanado los sesos con la teoría de la relatividad para encontrar soluciones que permitan viajar en el tiempo. El problema no es que tales soluciones no existan, sino que en nuestro universo no parecen realizables. Quizá la más interesante es la que propuso el físico mexicano Miguel Alcubierre en 1994, que consistiría en contraer el espacio por delante de nuestra nave y expandirlo por detrás. Pero ni siquiera sabemos si sería materialmente posible construir un aparato que hiciera eso.

Otra solución es la que propuso el físico ruso Serguéi Krasnikov en 1995, y que es conocida como el “tubo de Krasnikov”. El tubo de Krasnikov es algo así como un agujero de gusano, cuyas paredes no estarían hechas de materia, sino que serían una distorsión del espacio-tiempo. Si fuera posible viajar en un tubo de Krasnikov, un astronauta tardaría sólo un año y medio en recorrer 3000 años-luz. El único problema es que, a su regreso, en nuestro planeta habrían transcurrido 6000 años, y su novia probablemente se habría cansado de esperar.

En teoría al menos, también sería posible viajar en el tiempo si pudiéramos construir un cilindro de longitud infinita y hacerlo girar muy aprisa, tal como propuso Frank Typler en 1974. Pero ¿cómo vamos a construir un cilindro infinito si ni siquiera sabemos si nuestro universo tiene fin? Además, no debemos olvidar el problema más grave: si un crononauta malvado viajara al pasado y consiguiera matar a su tatarabuelo antes de que tuviera descendientes, entonces el asesino no podría haber nacido, y por lo tanto desaparecería al instante. Justicia poética... Para resolver esta paradoja, algunos físicos argumentan que los viajes en el tiempo en realidad nos llevarían a un universo paralelo, donde el malvado crononauta podría hacer de las suyas sin por ello dejar de existir.

La fantasía de viajar en el tiempo existe desde hace milenios. Aparece ya en el Mahabárata, el libro sagrado de la religión hindú, que fue escrito hace casi 3000 años. Fue evocada también por un discípulo de Buda, en el siglo VI antes de nuestra era. Y una leyenda japonesa del siglo VIII nos cuenta la historia de Urashima Taró, un pescador que habría viajado 300 años hacia el futuro. En literatura, la novela más conocida es La máquina del tiempo, de Herbert George Wells, pero muy pocos saben que un español se le adelantó en ocho años. Aquel pionero de la ciencia ficción fue un diplomático madrileño llamado Enrique Gaspar y Rimbau, y su novela se titulaba El anacronópete.

Gaspar y Rimbau fue un niño prodigio. Era hijo de actores, y escribió su primera zarzuela a los 13 años. Un año después era ya columnista de La ilustración valenciana, y al año siguiente su madre llevó a la escena su primera comedia. Gaspar se casó con una aristócrata, y a los 27 años entró en el cuerpo diplomático, que lo llevó a lugares del mundo tan diversos como Grecia, Francia, China, Macao y Hong Kong.

El anacronópete, que significa algo así como 'aquello que vuela al revés que el tiempo', era una caja de hierro movida por energía eléctrica. La energía servía no sólo para propulsar la nave, sino también para generar un fluido -el 'fluido García'- que rejuvenecía a los pasajeros a medida que viajaban hacia el pasado. En el interior de la nave había maravillas tecnológicas tan sorprendentes como una escoba que barría sola. El inventor de aquella extraña nave era el científico zaragozano Sindulfo García, y entre los pasajeros había varias ancianas francesas de 'moral reprobable' que el alcalde de París había enviado para que se rejuvenecieran, a ver si así retornaban a las buenas costumbres.

La trama de la novela es rocambolesca. El viaje en el tiempo los lleva primero a la batalla de Tetuán, y después a Granada en el año 1492. La expedición se aleja después hasta el año 220 en China, donde el emperador explica a los viajeros que los chinos por aquellas fechas ya habían inventado la imprenta. Entre tanto, mientras el emperador les pide que le entreguen a la pasajera Clarita a cambio del secreto de la inmortalidad, la momia de la emperadora, que don Sindulfo había metido en la nave al emprender el viaje, rejuvenece tanto que resucita, y le pide a Sindulfo que se case con ella. Pero Sindulfo en realidad ama a Clarita, que a su vez... está enamorada del capitán. El enredo está servido.

Finalmente, después de visitar Pompeya durante la erupción del Vesubio y seguir alejándose en el tiempo hasta los días del diluvio universal, el enloquecido don Sindulfo aprieta al máximo el acelerador, y al llegar al origen del universo la nave termina... explotando.

* En agosto pasado, cuando escribí mi cuento 'La caja fuerte', no tenía ni idea de la existencia de la novela de Gaspar y Rimbau. Anoche, cuando leí la descripción del anacronópete, me faltó poco para dar un respingo: una caja de hierro que viaja en el tiempo... ¿Sorprendente coincidencia, o recuerdos del futuro? Se me ocurre que quizá ninguna de las dos cosas. ¿Es posible que yo en realidad sí hubiera leído alguna vez algo sobre aquella novela y, simplemente, lo hubiera olvidado? Es lo mas probable. Pero lo cierto es que no recuerdo absolutamente nada, maldita sea.

martes, 19 de diciembre de 2017

Enfermos de fanatismo (II)

"Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla", escribió Antonio Machado.

La mía, no. Mi infancia son recuerdos de una ciudad inhóspita, con habitantes inaccesibles como coches de choque y cielos de acero hasta donde alcanzaba el horizonte. Sólo que, una vez al año, allá por las últimas canículas de junio, mi horizonte se ensanchaba hasta llegar al mar.

De aquel mar recuerdo pocas cosas, pero todas intensas y balsámicas. Era la cura de diez meses fríos y adoquinados, inacabables. Recuerdo bandadas de peces plateados a pocos pasos de la orilla, diminutos cangrejos de color de arena y huellas de pájaros en zigzags caprichosos que llegaban hasta las dunas. Allí no había luz eléctrica ni agua corriente, pero había seres humanos, y entre los juncos zumbaban las libélulas. Y, por las noches, allá en lo alto, un océano mágico de estrellas.

Ya te he relatado alguna vez la llegada de los alcoyanos. Aparecieron una mañana, en la playa, acompañados de un carro tirado por un caballo y cargado de enseres. Mis recuerdos son borrosos, porque yo era muy pequeño, pero tengo la certeza de que no se alojaban en ninguna de las casas del lugar. Con cañas cortadas y atadas entre sí, construyeron sobre la misma arena varias empalizadas rectangulares, y allí dentro echaron los colchones que habían traído de casa para pasar las vacaciones de verano en la playa. No necesitaban más.

Eran varias familias, y venían de Alcoy. No recuerdo sus rostros ni sus edades. Recuerdo sólo su alegría contagiosa, su sentido del humor indestructible, y aquella lengua vernácula que me fascinó desde el primer instante. Era imposible no amar aquel habla valenciana melodiosa y certera, que desbordaba de ingenio y alegría de vivir.

Los alcoyanos venían todos los veranos, y se quedaban en la playa casi todo el mes de julio. Con el paso del tiempo, el añoso carro fue sustituido por un automóvil, y las cabañas en la playa por viviendas de alquiler. Incluso hubo quien se compró su propio chalecito, no lejos de donde nosotros veraneábamos. Años después, algunos de los hijos de aquellos alcoyanos se hicieron amigos mios. Fue un privilegio.

Muchos de los días más felices de mi vida los he vivido en valenciano, y la región valenciana ha sido para mí la quintaesencia del Mediterráneo. Sí, del mismo Mediterráneo en el que Zenón concibió la paradoja de la flecha y en el que Odiseo supo burlar al gigante Polifemo. En cuanto pude, ya en los primeros años de la Universidad, me escapaba a menudo de Madrid para ir a visitar a mis amigos alcoyanos, que por aquel entonces estudiaban en Valencia.

Cuando acabé la carrera, un día, harto ya de aquel esperpento medieval al que sus habitantes llaman Madrid, me subí a mi furgoneta desvencijada y, después de muchas vicisitudes, terminé instalándome en un pueblo de Valencia. Allí me curé de mi mal de amores y reuní fuerzas para emprender la que sería la principal etapa de mi vida. Todavía conservo algunos buenos amigos de aquella parada y fonda, pero de entonces acá el mundo ha dado muchas vueltas, y la Valencia que yo amé es ahora ya un espantajo irreconocible.

Siguiendo las huellas de Cataluña, el nacionalismo regional ha secuestrado la lengua y el espíritu valencianos, los ha pervertido y los ha convertido en un instrumento de poder. La región valenciana ya no es el Mediterráneo de Homero y de Parménides. Ahora todo en ella está impregnado de ideología. Ideología xenófoba y ridícula, acunada en fantasías totalitarias. Valencia no es un imperio. Ni siquiera un Estado. Valencia ahora no es nada, o apenas nada. Apenas un aspirante a gulag, una caricatura de la Inquisición, un Quijote sin Rocinante. Un páramo cultural gobernado por psicópatas.

Ya no amo la lengua valenciana. Ahora detesto todo lo valenciano, porque detrás de todo aquello que un día amé sólo veo a unos nazis grotescos moviendo los hilos de su propia vanidad. No tienen futuro, pero están tan pagados de sí mismos que ni siquiera se dan cuenta. Son un tren lanzado hacia el abismo, y con él arrastrarán a los nietos embrutecidos de aquellos valencianos maravillosos que yo amé y admiré, y con los que he vivido algunos de los mejores momentos de mi vida.


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