sábado, 28 de abril de 2018

Pithecanthropus hispanicus

Estuve en Pamplona una sola vez en tiempo de sanfermines. Era bastante joven, y estaba ansioso por exprimir la naranja de la vida. Habría preferido que los amigos con los que viajé, en lugar de emprender aquella aventura, se hubieran reunido en casa de alguno de nosotros, o en algún salón social, para hablar de poesía, de arte o de astrofísica. Quizá también para bailar, bromear, cantar y mirar las estrellas con chicas dispuestas a ello, y dispuestas incluso a llegar más lejos con los chicos que les gustaran.

Ahora sé que eso es lo que habría preferido, pero en aquellos días era impensable. Si querías sentirte aceptado, no había muchos caminos por los que transitar, y aquél era uno de los pocos que yo tenía a mi alcance. Era joven, me hervía la sangre y quería divertirme.

Divertirse en grupo es relativamente fácil. Basta con ceder un poco de individualidad y un mucho de raciocinio. Se trata de hacer reír al resto del grupo profiriendo variaciones de cuatro o cinco ideas elementales que uno ha aceptado tácitamente que tienen mucha gracia. Si además uno grita, se les supone más gracia todavía. Así ocurre con los hinchas futboleros, las excursiones de colegio, los cotillones de nochevieja, los ágapes colectivos, las fiestas de pueblo... y, naturalmente, los sanfermines.

Exceptuando la machada oligofrénica de correr los encierros, divertirse en los sanfermines no tiene ningún misterio. Todo consiste en empezar a beber alcohol en el minuto uno y no parar hasta que desde algún balcón vidrioso se decrete borrosamente el final del aquelarre. Si entre tanto uno se desmaya víctima de una intoxicación etílica, no hay que preocuparse. Sólo tendrá que dormir la mona hasta despertar junto a alguna farola orinada o en la UCI de algún hospital. Y, por supuesto, seguir bebiendo.

El lector que nunca haya estado en sanfermines ya se puede imaginar que allí todo, absolutamente todo, es posible. El alcohol tiene la virtud de sacar a flote el Pithecanthropus erectus que todos llevamos dentro. El cerdo, el patoso, el bocazas, el matón, el robaperas, la hembra y el macho hambrientos. En algún momento temprano de nuestra vida, todos hemos aprendido lo que es un borracho. Y, si alguna vez hemos decidido tomar esa primera copa de más, a estas alturas ya sabemos lo que viene después.

Lo que viene después no siempre son comportamientos de Homo sapiens. Bajo los efectos del alcohol uno puede revelar secretos propios o ajenos, insultar o agredir a otras personas, impedir dormir a los vecinos, estrellarse al volante de un vehículo, robar las toallas del hotel o abandonarse a la llamada de la carne. Lo que difícilmente puede esperar es que el insultado no le arree un paraguazo, que el hotel no le cobre las toallas o que la ancianita del segundo izquierda no le arroje un cubo de agua aderezado con escupitajos.

Sucede que, a partir de cierta edad, todos somos responsables de nuestros actos. Si nos lanzamos al agua sin saber nadar, nadie más será responsable de que nos ahoguemos. Incluso si sabemos nadar, la simple decisión de adentrarnos en el mar implica la aceptación de un riesgo. Por eso, la responsabilidad implica la capacidad para informarse, y una sociedad de individuos libres debería preocuparse mucho más por informar que por prohibir.

Nos tratan como individuos libres las empresas farmacéuticas, que incluyen prospectos detallados en todos sus medicamentos. Nos tratan como imbéciles los mandamases de turno, que prohiben la venta de ciertos fármacos sin receta, o que fuerzan a millones de personas a comprar sustancias psicotrópicas en el mercado negro, sin poder estar seguros de lo que van a consumir.

Aun así, hay unas cuantas cosas básicas que todos sabemos. Los aviones, a veces, se caen. Los alpinistas también. En mitad de una tormenta nos puede fulminar un rayo, los pimientos de noche repiten, y hay barrios en los que, a ciertas horas, no es conveniente internarse.

No sólo barrios. A veces, ciudades enteras, y un buen ejemplo de ello son los sanfermines. Si alguien tiene dudas sobre lo que es una ciudad tomada por borrachos, sólo tiene que acercarse por allí a darse un paseo. En muy poco tiempo tendrá una idea bastante clara de lo que le puede suceder en un lugar así. Si a partir de ese momento decide continuar, será bajo su propia responsabilidad. Y, si además decide emborracharse también, serán dos decisiones por el precio de una. Doblemente responsable.

El problema aparece cuando esas cosas suceden en una sociedad que no entiende qué es eso de la responsabilidad. Al fin y al cabo, siempre hay otros que se encargan de evitarle a uno los riesgos. Está prohibido montar en bicicleta --¡sí, en bicicleta!-- sin llevar casco. Las áreas de juego para niños tienen el suelo blando. Los coches pitan agresivamente si uno no se abrocha el cinturón de seguridad. Cuando se avecinan fuertes lluvias, las autoridades declaran inmediatamente alertas rojas y amarillas que nos aconsejan salir a la calle vestidos de hombre rana. Incluso se ha inventado la mermelada sin azúcar...

¿Qué sucede entonces en esa sociedad cuando una chica se va de sanfermines ella sola, ingiere sustancias diversas hasta entrar en estado de estupor y se junta con una manada de machos en el mismo estado que ella? Pues sucede que ella no será responsable de nada, en tanto que los machos serán llevados a juicio y condenados. Pero, ay, se alzan voces: la condena es insuficiente. Y el gallinero español se entrega a su pasión favorita: la polémica.

Como era de esperar, todos los comentarios que uno oye al respecto son refractarios a la idea de responsabilidad. Algunos ejemplos: "Habría que enseñar a las chicas con quién se pueden juntar y con quién no". "Y a los chicos lo que está permitido hacer y lo que no". "Hay que cambiar las leyes para que sean mucho más estrictas". "Los jueces eran machistas y prevaricadores". "Mientras la mujer no diga que sí, el varón es un violador (presumiblemente, de nacimiento)". "Quién no se ha tomado una copa de más alguna vez en su vida" (argumento que, por lo visto, sólo sirve para el sexo femenino). Entre perogrulladas, linchamientos y juicios paralelos, resulta que la sentencia tiene trescientos folios y nadie se la ha leído. No sólo eso, sino que tampoco han podido ver la grabación de la penosa escena, registrada por el móvil de uno de los Pithecanthropus.

Ya dijo Ramón y Cajal que el problema de España es la incultura. Si a los niños no los educaran en el aborregamiento irracional, probablemente no habría cazas de brujas en España. Si los españoles, en lugar de picotearse en su gallinero, hubieran leído a Góngora o a Alejo Carpentier, no habría palurdos nacionalistas regionales. Si no existieran los Reyes Magos, quizá los adultos entenderían el valor del esfuerzo personal, y los políticos la gravedad de la mentira. Y si en la escuela explicaran quiénes fueron Mao, el Che, Stalin y Pol Pot, España sería, tal vez, un país realmente civilizado. Y habitable.

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domingo, 15 de abril de 2018

Pasos de un peregrino

Uno de los actos más estúpidos que puede cometer un ser humano es lo que se conoce como 'hacer la ola'. En primer lugar, porque no significa nada. Es igual de absurdo que decir '¡Jesús!' cuando alguien estornuda, o 'buen apetito' al empezar una comida. O que hacer un regalo en determinadas fechas que uno no ha escogido. Hay cosas que uno hace sólo para no quedar mal.

Circula por los mentideros, hace ya tiempo, el relato de un experimento que nadie sabe en qué laboratorio sucedió, pero que es muy revelador de la estulticia del Homo ondulensis. Metes a un grupo de monos en una jaula con una escalera en el centro, y en lo alto de la escalera pones una banana. Cada vez que un mono llega a tocar la banana, un chaparrón helado descarga sobre todos los monos de la jaula.

Después de dos o tres mojaduras, ninguno se atreve ya a subir a la escalera. Ahora sacas de la jaula a uno de los monos escarmentados y lo sustituyes por otro nuevo. En cuanto el novato hace ademán de acercarse a la banana, todos los demás se arrojan sobre él y le propinan una paliza. La banana acaba de convertirse en un tabú. Si ahora continuamos sustituyendo a los monos iniciales por otros, llegará un momento en que todos serán novatos, y ninguno sabrá ya por qué está linchando con saña al recién llegado que se acerca a la escalera. Simplemente, lo hará porque 'es lo que hacen todos'.

Todo un símbolo de la historia de la humanidad.

¡Hola, hola, hola, hola! No vengas sola

Además, hacer la ola es de idiotas porque a la ola le da igual. En una multitud de miles de imbéciles levantándose y agachándose al mismo tiempo, el hueco que pueda dejar Pepe Pérez quedándose sentado ni se nota. Es verdad que, si todos se quedaran sentados, no habría ola. Pero el caso es que, nos pongamos como nos pongamos, todos los que están a nuestro alrededor harán la ola. Para el ser humano, la llamada de las masas es un imán muy difícil de resistir.

¿Quiere eso decir que Pepe Pérez se va a quedar tan tranquilo sentado en su grada mientras a su alrededor todos rinden culto al gorila primigenio? Tal vez. Pero lo más probable es que, de una u otra forma, se sienta algo incómodo. ¿Estará siendo un aguafiestas? ¿Y si a las masas les diera por linchar a los que se han quedado sentados? No, claro, no tienen ningún motivo para hacerlo, pero tampoco tenían ningún motivo para hacer la ola.

Y lo peor de todo: en esos momentos de paroxismo general, a Pepe Pérez el cerebro no le sirve para nada. Podría sustituirlo por una patata, y a su alrededor nadie notaría la diferencia.

Corrientes, 348. Segundo piso, ascensor

En la vida cotidiana hay muchas olas, y el que se empeña en nadar a contracorriente lo puede pasar mal. ¿Te acuerdas de cuando descubriste la novena sinfonía de Beethoven? ¿Recuerdas que te acercabas a los corrillos de estudiantes, en los recreos del instituto, y en cuanto mencionabas el tema se iniciaba una desbandada? ¿Recuerdas la alegría obligatoria en las fiestas de nochevieja, las ovaciones al final de espectáculos lamentables, las playas abarrotadas, las consignas de aquellas manifestaciones juveniles, los conciertos con megafonía al pie de tu ventana?

Me dirás que eso no es la vida cotidiana. Es cierto, pero en algunas sociedades la vida cotidiana no es mucho más que eso. De hecho, quizá podríamos medir el nivel de civilización dividiendo la frecuencia del individuo por la frecuencia con que las olas lo zarandean. Al menos en una sociedad, de cuyo nombre no quiero acordarme, el resultado sería desolador.

Por eso comunicarse con los demás es, demasiado a menudo, como hablar con una pared. Tú puedes intercambiar ideas con un individuo, pero no con una masa. Para qué desgañitarte. Mejor apartarte a tiempo, antes que despertarte una mañana y descubrir que eres un náufrago. Mejor sentarte en la orilla y contemplar a distancia las olas entrecruzándose, chocando.

¿No quieres tirar la toalla? Como quieras. Inténtalo si puedes, pero desde esta orilla el mar que yo estoy viendo es asi:

Apenas cuatro meses, y ya da pataditas

Sucede que los pies son el extremo opuesto al cerebro. Por eso no es de extrañar que los aguerridos portadores de testosterona hayan hecho de las patadas una religión. Patadas al balón, patadas al adversario cuando el árbitro no mira, patadas de rabia cuando la pierna falla, patochadas cada vez que abren la boca... Los sacerdotes de esta religión ofician el espectáculo más primitivo, marrullero y soporífero jamás inventado.

Sus seguidores dicen "perdimos" o "ganamos" sin haber pisado el césped. ¿Qué imparcialidad puede uno esperar de una persona así? ¿Qué valores humanos puede tener alguien que glorifica la patada como medio para triunfar en la vida? ¿Qué es lo que sabe hacer un futbolista, además de patear un balón, zancadillear al adversario y dar saltos de primate delante de todo el mundo?

Sin pecada concebida

Nadie lo ha escrito todavía, pero es un mantra del que es imposible escapar. Ciudadanos y ciudadanas, el cambio climático, el heteropatriarcado opresor, el comercio justo o el derecho de autodeterminación son capítulos de un catecismo doctrinario repetido machaconamente por autómatas disfrazados de personas y personos de aspecto casi siempre normal. Con zombies así es imposible razonar. Los mensajes subliminales con que los bombardean diariamente les han proporcionado un arsenal formidable de argumentos pueriles destinados exclusivamente a evidenciar la paja en el ojo ajeno.

Los mitos y leyendas que han creado han terminado convenciendo incluso a sus adversarios, y no está ya lejano el día en que los políticos de derechas, ataviados con piercings, pantalones rasgados y camisetas del Che Guevara, asalten el palacio de invierno para implantar las chekas, el control de precios y el salario universal. Naturalmente en vano, porque nunca comprenderán que el catecismo progre es sólo una artimaña para que ellos hagan el trabajo sucio de sus enemigos.

La ciencia lo dijo y yo no miento

Después de excluir a los forofos del balompié y a los feligreses progres, le queda a uno muy poco margen para la vida social. Pero todavía es posible avanzar una vuelta de tuerca invocando la bandera de la diosa Salud. Está en todas partes. Bebidas light, leches desnatadas, soja, áloe, quínoa, verduras y frutas 'ecológicas', corredores sudorosos infestando parques y jardines, ciclistas disfrazados de pescadilla, edulcorantes, vitaminas, omega 3, ancianos atentando contra su ciática en extraños aparatos al aire libre, adictos al agua mineral... La industria de la diosa Salud es ya uno de los motores de la economía, y no hay tema de conversación en que no salga a relucir. Y con razón. La salud es tan importante...

En realidad, lo que encubren todos esos amuletos y rituales es miedo. Sus usuarios viven en una sociedad asustada, pero no de la enfermedad ni de la decrepitud, sino de su propia ignorancia y carencia de espíritu crítico. En la historia del mundo, nunca han tenido tal cantidad de información al alcance de los dedos, pero si quisieran poner en duda lo que les cuentan no sabrían por dónde empezar. Para ser sinceros: ni siquiera sienten curiosidad.

El modelo de Corea del Norte nos puede parecer espeluznante pero, para mucha más gente de lo que pensamos, los caminos trazados son una tentación irresistible. Lo peor del Big Brother no es el ojo que nos vigila, sino la cantidad de vigilados que se encogen de hombros.

To boldly go where no one has gone before

De todas estas cosas no puedes hablar con tus contemporáneos. Pero hay cosas de las que sí te gustaría hablar. Te gustaría hablar de música, aunque no de éxitos pop. Te gustaría despedazar, analizar, escudriñar el interior de la música para comprender por qué te gusta, escuchar mil veces las composiciones más sublimes, comparar, sacar conclusiones. No quieres acumular conocimientos en baúles de la memoria. Nunca has querido ser un erudito, y los eruditos te aburren. Te gustaría hablar de literatura, de ciencia, de arte, del pasado y del futuro, hacerte preguntas y buscar respuestas, intentar tú mismo componer, aprender, escribir, entender, fantasear. Te gustaría ser un niño mayor y seguir jugando con juguetes de adulto.

Eres realista. No tienes afanes trascendentes ni ansias de eternidad. Para ti, la vida es sólo una oportunidad. Una oportunidad de abrirse paso a codazos, a empujones, cayendo y levantándote una y otra vez, perdiendo la ilusión y rescatándola, tratando de encontrar tu propio camino en un bosque sin senderos, sorteando cepos y trampas, luchando por ver la luz del día bajo una espesura de conformismo y abulia.

Lo sé. No es fácil. Nadie te prometió nunca un camino de rosas.


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sábado, 7 de abril de 2018

Carilda

Eran los primeros años de Internet. Los buscadores apenas alcanzaban a rastrillar un puñado de direcciones, los modems transmitían a velocidades de caracol soñoliento y los blogs ni siquiera habían sido inventados. En una de aquellas búsquedas me topé con ella.

Carilda Oliver. Nunca había leído aquel nombre antes. Sus poesías me fascinaron. Habrían encajado perfectamente en cualquier antología de la generación del 27. ¿De dónde había salido? ¿Por qué a mí nunca me había llegado aquella voz evocadora y potente de mujer enamorada mil veces y mil veces despechada? La respuesta era muy simple: aquellos versos que me acababan de deslumbrar venían de Cuba.

Ya era milagro que de Cuba saliese siquiera un átomo de información, y debí haberme conformado, pero quise saber más. Escribí a quienes habían publicado aquellos versos, les pedí más información, les manifesté mi admiración. El silencio fue la única respuesta. Pasaron los años, sus versos desaparecieron de un disco duro que un buen día me dejó tirado, y con él se fue mi recuerdo de Carilda Oliver.

Hace unas horas, leyendo la biografía de Humberto Costantini en Wikipedia, de pronto el nombre de ella reaparece en mi memoria. ¿Por qué? No tengo ni idea. Primero, borrosamente, el nombre propio (resultó que no era Casilda). Después, en seguida, el apellido. Misterios de la mente humana.

Han pasado muchos años desde que la antología de Gerardo Diego despertó mi pasión por la poesía. De todos aquellos autores, sólo Vicente Aleixandre perdura en mi biblioteca. Hace un cuarto de siglo que no escribo poesía, porque creo que ya expresé en ese género todo lo que tenía que expresar, y cuando un autor llega a ese punto lo mejor que puede hacer es callarse. Pero sigo siendo capaz de degustar unos versos bien escritos. No en vano soy admirador incondicional de Góngora.

La poesía de Góngora es muy difícil. Hay que leerla palabra a palabra, a ser posible cotejándola constantemente con la 'traducción' de Dámaso Alonso para desentrañar las incomparables imágenes que encierra. Pero incluso sin entender nada, la musicalidad de sus vocales y consonantes y el poder evocador de sus imágenes fulgurantes son un regalo para el oído. Si uno no entiende qué demonios quiere decir, por ejemplo, aquello de "la menor onda chupa al menor hilo", debe saber que la poesía de Góngora, como muchas otras, tiene dos niveles: el de la forma y el del contenido. Y los dos son excelsos.

Los poemas de Carilda Oliver, como buena parte de la poesía mundial, no siempre se entienden. Combinando palabras, ritmos y rimas, uno llega a percibir sospechas de erotismo, de emoción o de autobiografía, pero las combinaciones son deslumbrantes. También los cuadros de Kandinski tienen dos niveles, y para disfrutar de ellos no es necesario desentrañar las banalidades del punto y la línea en el plano, que para el pintor eran la justificación de la belleza.

Carilda Oliver no es Góngora. Cuando uno no entiende bien qué es lo que le hizo a aquella señora aquel amante pasajero aquella noche de luna menguante, la lectura se hace un tanto tediosa, pero de cuando en cuando un soneto o un poema brillantemente escritos y que, además, se entienden (no siempre del todo) lo dejan a uno extasiado. Como muestra, reproduzco aquí hoy unos poemas breves suyos que me han parecido magistrales. Feliz lectura.


Me lo aprendí una noche de azul lento,
bajo la luna abierta encaramada
como niña de luz, en la portada
sonámbula oficial del firmamento.

Me lo aprendí esa noche. De su acento
salía una caricia inusitada;
y en la esquina tenaz de su mirada
me tropecé desnuda con el viento.

Desde entonces anuncia cada cosa
que ha tirado a mis pies, como una rosa,
el corazón absurdo en que vivía.

Y no sé si por eso me persiste
este alegre dolor de ser tan triste
con que sigo durando todavía.



        Error de magia

¿Sería aquel beso
ya clavándose
sin que supieras darle cuerda
para que saliese a bailar con el domingo?

¿Sería aquel beso
que no quiso mirar el mediodía
y tú, alarmado,
le echaste muchas cosas a ver si lo arrastrabas:
una corriente de merluzas,
el humo del tabaco,
la saliva?

Un beso, nada más que un beso,
sólo un beso,
el simple juego de los labios,
que huyó una noche como perdido de otra alma
y sin saberlo fue tu penitencia.

Todo por un malabarismo sin fortuna,
por un error de magia,
por un ángel hirviendo en la redoma
que al fin se volvió malo
y te tapó la boca.
¿Así que te moriste, mi amor, de pura hambre,
ahogado por un beso
que nunca supo que tenía alas?



   Que yo era una mentira de la luna

No vuelvas, no, porque la noche es una
hechicera cordial que te ha perdido;
verás que ya no soy milagro ardido:
que yo era una mentira de la luna.

No vuelvas, no, porque será importuna
tu palabra de amor contra mi oído;
verás que no es de besos mi vestido:
que yo era una mentira de la luna.

Quédate como el sueño, desasido.
No vuelvas, no, porque tal vez alguna
maldición se descuelgue del olvido

y te toque en un ímpetu de tuna.
Verás, amor, verás que no he vivido:
que yo era una mentira de la luna.


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